Lo despertó el tamborileo en el cristal, pero él estiró el brazo hacia el buró creyendo que había sido la alarma del dispositivo. En la pantalla había dieciséis llamadas perdidas y un montón de mensajes en audio y holograma. La ventana tronó de nuevo y al voltear hacia ella vio un pájaro gris parado sobre el marco exterior. Tenía la cabeza un poco más grande que una uva, la silueta afilada por la luz azul que precede al amanecer y parecía mirar hacia la habitación con curiosidad. Miró los ojos del pájaro y sintió que el pájaro veía los suyos, hasta que la alarma estalló en su mano y se sobresaltó por el ruido y la vibración del dispositivo. Qué pendejo, se dijo, y la desactivó. Cuando miró de nuevo, el pájaro ya no estaba.
Se sentía bien, sin resaca, a pesar de que aún tenía ese sabor ahumado en la boca por lo bebido durante el festejo de la noche anterior. Tenía sueño, pero estaba de buen humor. Se revolvió a su antojo entre la calidez de las sábanas y pensó que pedirle a Andrea que durmieran en cuartos separados había sido una de sus mejores decisiones. En ese instante, el dispositivo vibró en su mano otra vez: era Morales.
Morales, Moralitos, ¿por qué me despiertas? ¿No ves que seguimos de fiesta?, contestó. Mi líder, mi alcalde, ¿qué pasó? ¿A qué hora terminaron ayer?, le preguntó Morales. Leonardo podía verlo entero sin necesidad del holograma; su voz de lija trazaba su figura rechoncha coronada por esas pequeñas orejas, como un sapo con antenas. Yo me salí como a las 4, pero sólo porque el pinche Paco y los del partido no me querían dejar ir, le respondió. Pues cómo, si eres el hombre del momento, mi Leo. Hay nuevo alcalde en la ciudad. Cruzaron risas y Leonardo le preguntó si sabía algo del idiota. Justo por eso te marcaba, mi Leo. Nuestro idiota quiere verse contigo en dos horas, dice que tiene algo que decirte. Leonardo sonrío para sí mismo. ¿Ya se dobló, el ojete?, le preguntó a Morales. Ya se dobló, mi Leo. ¿Qué otra le queda? No tiene de otra más que pactar contigo. Te lo chingaste. ¿Entonces en dos horas en su oficina?, preguntó Leonardo. Ése es el detalle, le advirtió Morales. Dice que todavía no quiere que la prensa los vea juntos, y si llegas a su oficina ahí van a estar todos. ¿Cómo que no quiere? Después de todas las mamadas que dijo de mí en la campaña, reclamó. Pues él tampoco salió muy bien parado, mi Leo. Le metiste una chinga y precisamente por eso quiere hacer tiempo, quiere fingir que ya se perdonaron, irse con un poquito de dignidad. Viejo pendejo, escupió Leonardo. ¿Entonces dónde lo voy a ver? Quiere que lo veas en el C10. ¿Hasta allá? ¿Y por qué en ese edificio? Dice que nadie se va a parar nunca por ahí y que quiere enseñarte algo, pero no sé qué sea. ¿Tú qué crees que quiera?, le preguntó Morales, pero Leonardo no le prestó atención. ¿Y cómo lo escuchaste?, le dijo. Pues hablaba como un muerto: quedito, quedito. Le quitaste la reelección, mi Leo. Quince años estuvo ahí sentado, ¿tú crees que tenía otro plan? Era ganarte o irse a la chingada.
Quedaron de verse más tarde y colgaron. Leonardo miró de nuevo hacia afuera, pero el pájaro no volvió a aparecer. Se incorporó y abrió la ventana, y observó la navaja del sol abriéndose paso entre las nubes. El aire era fresco y olía a hierba y le dio la impresión de que aquel sería un día espléndido. Entró a ducharse y el agua fría electrizó sus pantorrillas y su nuca. Le gustaba sentir ese latigazo de adrenalina y después abrir el agua caliente, un chorro que hervía hasta lo tolerable para su piel. Al salir se sacudió el agua y las canas sobre las sienes y descubrió su reflejo entre el vapor del espejo. Su semblante juvenil despistaba a tantos que sólo quienes lo conocían realmente podrían decir que en un par de años cumpliría cincuenta.
Se puso el traje liso gris que más le gustaba y cuando salió al pasillo agradeció que la puerta de la recámara de Andrea todavía estuviera cerrada, porque así no tenía que contarle quiénes habían llegado anoche a la celebración después de que ella se había retirado a dormir. Había mañanas en las que no quería verla, ni ella a él, hay que decirlo, y ambos habían aceptado que eso era el matrimonio. Apretó el dispositivo en la muñeca y dijo márcale a Gustavo, y tres segundos después apareció la imagen de un joven moreno, a bordo de su auto. Gus, vente con Paco y pasen por mí en veinte minutos a la casa. Vamos a reunirnos con el idiota en una hora, le dijo. ¿Ya lo buscó, doctor?, respondió el muchacho, que estaba radiante a pesar de que también se había desvelado. Ya, ya me buscó. Pero quiere que nos veamos en el C10. De acuerdo, ahora vamos por usted, le contestó.
Cuando bajó las escaleras, tres trabajadores domésticos que lo esperaban en el recibidor comenzaron a aplaudir. Muchas felicidades, doctor, le dijo el más grande, un hombre que era cinco años menor que él, aunque una capa de arrugas lo hacía parecer mucho más grande. Gracias, mi Chucho. ¿Sí llevaron a votar a sus vecinos?, bromeó. Pues a los que pudimos, doctor, le dijo entre risas. Hoy traigo un antojo de… ¿De hotcakes, doctor?, lo interrumpió el mayordomo. ¿A poco ya funciona?, preguntó Leonardo con asombro. Ya, doctor, ahora sí funcionó la estufa nueva; no sólo calculó qué es lo que usted querría desayunar esta mañana, también me dijo a qué hora tenía que calentar el sartén, como si supiera exactamente a qué hora iba a bajar de su habitación. Es una maravilla ese aparato, le contestó el mayordomo. ¿Y la estufa sabe con qué mermelada los quiero? No, pero yo sí, le contestó sonriendo.
Mientras desayunaba, hizo que el dispositivo resumiera las noticias para él. Todas resaltaban su triunfo, pero hubo una en particular que cuestionaba su plan de gobierno, y eso no le gustó. El idiota todavía sigue dando patadas de ahogado a través de sus pasquines, pensó. Pero ni siquiera eso le amargó el sabor del jugo verde, que borró el rastro del alcohol y le quitó la sed. Su dispositivo seguía recibiendo mensajes, pero todos los transfería a su antiguo teléfono celular. No tenía ganas de hablar con nadie hasta que no pusiera en su lugar a ese idiota. Terminaba el café cuando el mayordomo apareció para decirle que Gustavo ya había llegado.
Subió a la camioneta negra y saludó al chico, al chofer y al guardaespaldas que venía de copiloto. ¿Cómo se siente, doctor?, le preguntó Gustavo. A toda madre, mi Gus. ¿Tú cómo dormiste? Bien, doctor, bien. ¿Sabe por qué vamos al C10? El idiota se buscó el edificio más lejano de la ciudad para que nadie lo vea llorar, se rio Leonardo. Así que métele, mi Paco, que me urge verle la cara arrugada de perdedor, le dijo al chofer.
Gustavo fue leyéndole los mensajes transferidos al celular, pero Leonardo tenía puesta la atención en la ventana. Le pareció que aquella mañana la ciudad era más linda de lo habitual. Lo único que escuchaba era la camioneta deslizándose, como si media ciudad se hubiera quedado dormida aquel lunes. Las nubes se deslizaban lentamente y el cielo bruñido daba paso a un azul límpido e insondable. Vio los robots automatizados limpiar las aceras, las proyecciones digitales de los periódicos sobre los puentes, y los escasos automóviles flotando sobre los rieles, como motas de polvo descubiertas por un haz de luz. Cada vez que se acercaba a un semáforo la luz cambiaba a verde, como si todo estuviera dispuesto a su paso, organizado en torno a su ritmo y dirección. Vamos a llegar temprano, doctor, le dijo el chofer, y en ese instante su dispositivo vibró. En la imagen preliminar apareció Andrea, con el cabello revuelto sobre la almohada, y Leonardo dudó en contestarle, hasta que se encontró con los ojos de Gustavo y éste, apenado, esquivó su mirada.
¿Qué pasó?, le contestó al fin. ¿Ya te fuiste?, le dijo Andrea con la voz atipada. Ya, ya me fui. ¿A dónde? Voy a ver al idiota. ¿Ya te llamó?, dijo Andrea incorporándose en la cama. Ya, ya me llamó. Y gracias por el desayuno, eh, le reprochó Leonardo. Perdón, cielo, mi alarma no sonó y apenas me desperté y vi la luz y supe que ya era tarde. Qué raro que esta cosa no haya sonado. Leonardo no dijo nada y miró de nuevo hacia la ventana. Bueno, ¿a qué hora vienes? ¿Quiénes llegaron ayer?, le preguntó Andrea. No sé… tarde, en la noche. Hoy tengo muchas reuniones, le contestó fastidiado. Okay, cuando puedas márcale a tu hijo, que desde ayer no ha llegado a la casa.
Hicieron el recorrido en la mitad de tiempo previsto y llegaron diez minutos antes de la cita. El C10 era una base ubicada al extremo oriente de la ciudad, en donde Leonardo sabía que estaban instaladas las tres antenas que controlaban los satélites de medición ambiental.
Cuando la camioneta avanzó por la segunda caseta de revisión, Leonardo le dijo a Gustavo que no recordaba que el C10 estuviera siempre tan vigilado. Pensé que no quería que la gente se enterara, ¿por qué este idiota me trajo a un lugar con tantos policías? Gustavo se inclinó de hombros y la camioneta avanzó hacia el tercer filtro. Hasta ahora había bastado con que el chofer bajara la ventanilla y mostrara su identificación para continuar, pero al llegar a la tercera caseta Leonardo distinguió al pie del camino a un capitán alto y fornido. Era Barrera, el jefe policiaco que la ciudad había tenido en los últimos quince años. Buenos días, doctor Fernández, lo saludó el capitán cuando Leonardo bajó el vidrio. El ingeniero Acosta ya lo está esperando en el edificio, pero vamos a continuar a pie, si le parece bien. ¿A pie?, le dijo Leonardo. No le había gustado que el capitán le hablara de esa forma, tan altiva, como si no recordara que ahora él tenía el poder de sacarlo a patadas del puesto. Es aquí mismo, dijo el capitán y señaló hacia la entrada de cristal que se hallaba a quince pasos. Se hizo a un lado para que Leonardo abriera la puerta y Gustavo y el guardaespaldas bajaron también. Llegó usted temprano, agregó el policía, pero Leonardo se limitó a abotonarse el saco.
En la entrada había otros dos guardias bien armados, pero antes de entrar el capitán le dijo que sólo podría subir él. ¿Cómo que nada más yo, Barrera? ¿Y si a tu jefe le dan ganas de dispararme allá arriba y la ciudad se queda sin alcalde?, le espetó. Lo siento, doctor Fernández, sólo le digo lo que instruyó el ingeniero Acosta. No quiero importunarlo, ni causarle ningún tipo de inconveniente. A Leonardo le gustó que el capitán bajara la vista y, con un gesto despreocupado, le pidió a Gustavo y al guardaespaldas que esperaran.
Cruzó el cristal y descubrió que en el recibidor sólo había una mesa alargada y, detrás de ella, un ascensor. El capitán lo guio hacía él y le pidió apretar el botón del último piso. ¿El 32? ¿A poco hay tantos pisos en este edificio?, le preguntó. Pero el capitán sólo alcanzó a decirle muchas felicidades por su triunfo, doctor Fernández, antes de que cerrara el ascensor.
Vio su reflejo difuso en el metal y quiso acercarse a él para acomodarse la corbata, pero se detuvo al pensar que quizá el idiota lo miraba a través de las cámaras. El elevador ascendió con prontitud y en menos de un minuto la puerta se abrió en el recibidor del piso 32. Había un pasillo alfombrado que conducía hasta una puerta de madera, en la que lo esperaba un hombre enjuto con las manos entrelazadas sobre el vientre, con esas viejas gafas analógicas que ya nadie usaba.
Allí estaba, con toda la estatura de sus setenta y tres años y sus ciento cincuenta y nueve centímetros, el ingeniero Alfredo Acosta. O el idiota, que es como Leonardo se había acostumbrado a llamarlo entre sus cercanos.
Caminó con los brazos abiertos hacia él. Mi querido Fredo, le dijo, y el otro le respondió buenos días, Leonardo. Se abrazaron calurosamente, como si realmente fueran amigos, y Leonardo alcanzó a palmar con fuerza la espalda del alcalde y sintió, por debajo de la tela, el cuerpo huesudo de su rival. Olió su colonia, una bruma de jazmín y roble, y se separaron con brusquedad. Ven, por favor, pasa, le dijo Acosta y entraron al despacho. Era una oficina sencilla, tapizada de gris claro salvo por el lado izquierdo de la habitación, en donde había un amplio ventanal que miraba hacia los interminables rascacielos de la ciudad, con sus puntas dentadas rebanando el horizonte. Había un amplio escritorio de madera, con dos sillas de cada lado, y tomaron asiento. Tú no envejeces, cabrón, le dijo Leonardo mirándolo a los ojos. Pero de viejo no me bajaste en toda la campaña, Leo, le respondió Acosta. El hombre sonrió con malicia. Ya estuviste quince años, mi Fredo, ¡quince años! Ya era justo y necesario un cambio, le dijo. En eso quizá tengas razón, Leonardo. Creo que tenía tu edad cuando fui elegido por primera vez y esta ciudad ha cambiado mucho desde entonces, respondió meditabundo. En eso ahora puede que tú tengas razón, mi Fredo, pero también debes reconocer que hay muchas cosas por mejorar, le dijo. Esta vez el anciano se quedó en silencio y se dirigió hacia el ventanal. Leonardo giró el asiento hacia él y esperó a que dijera algo, pero Alfredo sólo se quedó allí de pie, en silencio, y eso lo impacientó.
Bueno, mi Fredo: aquí estoy. Me dijo Morales que querías decirme algo, soltó. Sí, Leonardo, sí. Hay algo que tengo que mostrarte ahora que vas a ser alcalde, dijo despabilándose. Cualquiera diría que ya soy alcalde; que rinda protesta al cargo en treinta días no lo hace diferente, le recordó. Sí, sí, muchas felicidades, Leonardo. Te felicito de verdad. Lo hiciste muy bien, dijo Alfredo y sonrió con tristeza. La gente quiere rostros frescos, mi Fredo, nuevas ideas, una nueva forma de gobernar, le dijo y disfrutó al repetir su eslogan de su campaña. Hmmm, rostros frescos…, masculló Acosta y se quedó pensativo. ¿Y bien?, insistió Leonardo. Ah, sí, sígueme, por favor.
Lo llevó al otro lado de la habitación, donde estaba lo que Leonardo creía que era un clóset. Pero al correr la puerta, apareció otro elevador. Acosta pulsó un botón y la puerta se abrió de forma instantánea. No recordaba que el C10 estuviera tan grande, dijo Leonardo, pero el otro no respondió. El elevador se deslizaba sin hacer ningún ruido y esa quietud lo incomodó. ¿Qué le pasa a este idiota?, pensó. Pero de pronto Acosta le dijo que hace quince años un representante de la Federación lo había hecho descender por ese mismo elevador. Yo bajé cuando apenas la estaban ensamblando, le contó. ¿Ensamblando qué? La computadora, Leonardo. Ahora la vas a conocer.
El elevador se abrió al pie de la parte más alta de una rampa en forma de caracol que descendía alrededor de una especie de tanque de metal. Cuando se acercó al borde de la rampa, vio que el tanque era en realidad un cilindro descomunal que parecía haber sido ensamblado con millones de piezas de bordes luminosos, un objeto acuñado centímetro a centímetro, pero no alcanzaba a distinguir hasta dónde llegaba la base.
¿Qué es esto?, dijo. Lo llaman Cerebro, y es el centro del poder en esta ciudad, le contestó. Leonardo se volteó confundido hacia Acosta y él lo miró impasible a través de sus viejas gafas. ¿Cómo? ¿De qué hablas? Acosta avanzó por la rampa y le dijo que, al hacerse alcalde, la Federación había instalado a Cerebro en el C10. Al principio me parecía algo absurdo, le dijo mientras Leonardo caminaba detrás de él, pero después entendí su poder. ¿Cómo?, insistió Leonardo. Cerebro es una computadora cuántica, le respondió Acosta, la segunda computadora cuántica instalada en el país. ¿Como la de Google?, le preguntó. Casi, pero no. Las pocas computadoras cuánticas que conocemos son una versión bastante modesta de las que existen en realidad. Esta computadora controla todo lo que conocemos, Leonardo. Controla el tránsito, gestiona las comunicaciones, enciende las luminarias, calcula y reparte el presupuesto, dirige la recolección y el reciclaje de la basura, analiza la incidencia delictiva y coordina los operativos policiacos que se realizan, monitorea la calidad del aire, evalúa y supervisa el desempeño de los funcionarios, regula el agua, el drenaje y la luz, está conectada a cualquier fuente de comunicación eléctrica, se encarga de la administración de los hospitales y las escuelas, y, para no enredarte demasiado, ya que tendrás tiempo para averiguarlo, podría decirte que a veces siento que es la responsable de que el sol salga cada mañana.
Leonardo había caminado en silencio, observando el pulso luminoso del cilindro, que exhalaba una vibración carente de sonido, un siseo que podía sentir en su pecho, pero no en los oídos. ¿De qué hablas, Alfredo?, le dijo. ¿Te volviste loco? Y Alfredo se detuvo y lo miró con piedad. No, Leonardo, no me volví loco. Pero entiendo cómo te sientes. Hace quince años yo no entendía cómo funcionaba esta computadora, y puedo decirte que ni siquiera la Federación lo entendía completamente. Pero estas computadoras son así: aprenden solas, toman decisiones, tienen intuición. Cerebro ha hecho todo esto a lo largo de estos años, y lo ha hecho sola. Lo único que he hecho yo en la última década ha sido firmar la extensión anual de su funcionamiento. ¿Cómo? ¿Me estás diciendo que es esta pendejada, y no tú, quien gobierna la ciudad? ¿Me quieres ver la cara de idiota? Acosta hizo una mueca burlona y Leonardo cayó en cuenta de la paradoja: el idiota ahora quería verle la cara a él.
La Federación me dijo que estas computadoras velan por el interés común, Leonardo. Y no puedes negar que en estos años la ciudad ha avanzado como nunca. Hace quince años teníamos una de las tasas más altas de homicidios y cada noche había un raudal de personas formadas en los comedores públicos. Todo se caía a pedazos, sí te acuerdas, ¿no? La gente creyó que había sido yo, que yo había levantado la ciudad en este tiempo. Pero fue la máquina, Leonardo. Fue Cerebro. Yo sólo tuve que poner mi huella de autorización.
¿Y los disturbios del año pasado? ¿Me vas a decir que esta pinche máquina permitió los disturbios? Leonardo se sentía agitado, podía sentir el sudor resbalándole por la frente y las axilas, y el corazón bombeaba al ritmo de la vibración de la máquina. He llegado a la conclusión de que sí, Leonardo. Cerebro provocó los disturbios. ¿Y por qué carajos haría eso? Alfredo lo miró en silencio unos segundos. Lo dijiste tú mismo, Leonardo: la gente quiere un rostro fresco. La mayoría ha olvidado cómo vivían hace quince años; ya no es suficiente un viejo como yo. ¿No decías eso, Leonardo? Lo repetiste hasta el cansancio. ¿Por qué crees que lo hiciste? ¿Por qué crees que dijiste todas esas cosas, eh? ¿No sientes que algo pudo haber influido en ti? ¿No crees que Cerebro te dijo exactamente qué es lo que tenías que hacer y decir, Leonardo?
La migraña le cruzó la cabeza como un relámpago y por un momento vio que todo se despeñaba a su alrededor. Sentía que el aire se agolpaba al fondo de sus pulmones, necesitaba salir, alejarse de esa mole de metal. Estás pendejo, Alfredo. Te gané y no lo puedes aceptar. Pero no creas que voy a tener piedad, viejo pendejo. Tú y tus achichincles se van a ir a la chingada, comenzando por el capitán.
Acosta lo miró con el rostro torvo y él dio vuelta hacia el elevador. Se tomó del barandal de la rampa y avanzó mirando de soslayo el fulgor de la máquina. Se había vuelto loco, pensó, el viejo al fin se había vuelto loco. Regresó por el elevador hacia la oficina, cruzó el pasillo y llegó de vuelta hacia el elevador. En su cabeza aún veía el rostro ensombrecido del anciano. Pulsó el botón de la planta baja con insistencia, como si pudiera acelerar el descenso hacia el recibidor. Allí infirió que la máquina debía estar enterrada más abajo, muchos metros por debajo de la entrada al C10. Sacó un pañuelo de su camisa y comenzó a limpiarse el sudor frío de la frente.
En el recibidor lo esperaba el capitán Barrera, pero Leonardo lo despachó de un solo movimiento. Tú y el idiota de Fernández se pueden ir a la mierda en treinta días. No quiero que te aparezcas en mi toma de protesta, le dijo y el policía no tuvo tiempo de responderle nada. Afuera, al pie de la camioneta, lo esperaban Gustavo y el guardaespaldas y Leonardo sólo alcanzó a decirles vámonos en chinga. Las llantas salieron derrapando por el asfalto y rápidamente se internaron de nuevo en la carretera que conducía hacia el centro de la ciudad.
¿Qué pasó, doctor?, le preguntó Gustavo con preocupación, pero Leonardo bebía a borbotones de una botella de agua. Cuando exprimió la última gota, comenzó a sentirse mejor. Ese idiota se volvió loco, le dijo. Quiero que me contactes con la Federación ahorita mismo. ¿Por qué, doctor? ¿Qué pasó? La camioneta se detuvo frente a un semáforo y Leonardo miró hacia la ventana y sobre la valla de contención observó un pequeño pájaro, un pájaro gris como el que había visto por la mañana. Búscalos y luego te explico, zanjó.
La luz del semáforo cambió a verde y cuando la camioneta avanzaba a mitad de la calle, un tráiler apareció de la nada y los embistió con la fuerza de sesenta toneladas, y el chirrido metálico hizo volar al pájaro de golpe.
Este cuento de Mario Galeana forma parte del proyecto “Un siglo de utopías”, que se realiza con el apoyo del Programa de Estímulos a la Innovación, Desarrollo Artístico y Cultural del Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla.