Los médicos legistas tienen responsabilidades muy delicadas. Una de las que parecen menos complicadas, pero no por eso menos importante, consiste en dar fe de las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que ocurren los fallecimientos. Contravenir su deber de asentar conforme a la verdad el día de una muerte puede acarrearles severas consecuencias.
Sin embargo, cuando viven bajo una dictadura y se ven en la tesitura de tener que actuar en contra de imperativos éticos para evitar ser represaliados, los médicos legistas, como tantos otros profesionistas de diversos ámbitos, pueden terminar por ceder a presiones que los lleven a apartarse de lo que prometieron cumplir cuando suscribieron el juramento hipocrático.
Eso le pasó hace cincuenta años a un doctor español, Alfonso Cabeza, especialista en medicina forense que tuvo que aceptar que se consignara en el texto de un certificado una fecha de defunción que no correspondía con la real.
¿Acaso lo apremiaron para que lo hiciera? Es probable. De esa información relativa al final de una vida podía depender el futuro de todo el país. Porque el muerto en cuestión era nada menos que el dictador que había gobernado España los treinta y seis años anteriores: Francisco Franco.
El 19 de noviembre de 1975 Alfonso Cabeza era director del Hospital La Paz, el sanatorio madrileño donde Franco acabó de morirse luego de una agonía que le prolongó artificialmente su yerno, el médico Cristóbal Martínez-Bordiú, quien intentó, literalmente hasta el último suspiro de su suegro, dar marcha atrás a su decisión según la cual, tras su muerte, debía asumir la jefatura del estado Juan Carlos de Borbón.
Al parecer la pretensión de la familia de Franco era que los borbones fueran desplazados y en su lugar el apellido Franco quedara instituido como una nueva dinastía monárquica a fin de que el poder permaneciera en sus manos mediante la coronación de Carmen, primogénita del matrimonio conformado por Martínez Bordiú y la única hija de Franco, también de nombre Carmen.
Que Franco murió el 19 de noviembre y no el 20 lo testimonia su embalsamador, Antonio Piga. Así lo sostuvo en una entrevista que concedió a un programa televisivo transmitido por La Sexta el pasado viernes 14 de noviembre de 2025. “Para mi ciencia y conciencia, está claro que Franco había fallecido el 19”, sostuvo el doctor Piga en la emisión.
Consumada aquella muerte que por fin llegó tras varias semanas en las que España se mantuvo en vilo, por la cabeza de Cabeza, cabeza de la clínica, probablemente pasó una sospecha: que alguien tuviera interés en que la verdad legal sobre la fecha de la muerte quedara fijada en la madrugada del 20 y no las últimas horas del 19.
En medio de la pugna por el poder no se podía soslayar que un motivo probable detrás de la decisión de posfechar podía consistir en que alguien del entorno de Franco hubiera puesto fecha 19 a algún documento, supuestamente firmado al calce por el moribundo dictador, por el cual se ordenara dejar sin efectos la ley de sucesión, ordenamiento que establecía como reemplazante de Franco a Juan Carlos de Borbón, y con ello despejar el camino para que la hija de Martínez-Bordiú fuera entronizada.
Desde el 1 de octubre de 1975, fecha de la última aparición pública de Franco, se mantuvo en absoluto hermetismo su estado de salud, por lo cual, salvo un muy reducido círculo de médicos, familiares y ayudantes, el público en general —incluida la mayor parte de la clase política— no podía saber si la víspera de su muerte tenía facultades y fuerza suficientes ya no digamos para tomar decisiones, sino simplemente para escribir su rúbrica en algún documento.
Luego de más de siete lustros de dictadura, una España sin Franco era una incógnita. Su muerte podía desatar la ambición de distintas facciones. No se podía descartar que la modificación en la data de su extremaunción obedeciera a un ardid en el contexto de la sucesión.
Porque fechar la muerte de Franco al día siguiente de que efectivamente aconteció podía servir para que semejante viraje en torno a la sucesión —que se pretendería hacer parecer como decidido por Franco, pero en realidad habría sido pergeñado por quienes estaban en posibilidad de usurparle de facto el mando que aún detentaba formalmente al tenerlo inerte, intubado— quedara blindado contra intentos de invalidación basados en la coincidencia de su fecha de emisión con la del deceso de su firmante.
Llegado este punto de mi relato usted se preguntará: ¿qué tiene qué ver esta historia con el futbol? Resulta que cinco años después de que el dictador se le muriera en una de sus camas, sin abandonar su puesto de director del nosocomio Cabeza habría de convertirse en el vigésimo tercer presidente en la historia del Atlético de Madrid.
A mediados de 1980 renunció a su cargo el presidente legendario del club colchonero, Vicente Calderón, por lo que se tuvo que convocar a elecciones para sustituirlo. Cabeza dice no haber albergado aspiración alguna de ocupar la silla dejada por Calderón, quien daba nombre a la entonces casa del equipo, el estadio demolido en 2019 que se ubicaba en la ribera del Manzanares con una de sus tribunas elevándose sobre una autopista. Según las declaraciones de Cabeza a sus entrevistadores Alfredo Pascual y Carlos Prieto del periódico El Confidencial, en una cena con amigos alguno bromeó con la posibilidad de su candidatura. “Y yo dije que sí, que estaría bien, sin ninguna intención de hacerlo”.
Pero ni él ni sus contertulios contaban con que, en el gremio de la atención restaurantera, la ahora llamada industria de la hospitalidad, hay quienes no actúan conforme a la secrecía exigible a quienes desempeñan su actividad y, en cambio, gustan de escuchar las sobremesas so pretexto de llevar las viandas. Y no sólo eso: además de oír las conversaciones ajenas son también afectos a después divulgarlas. Porque de acuerdo con la versión de Cabeza, el mesero —camarero en España, mozo en Argentina— que los atendió tenía un amigo que trabajaba en Pueblo, el diario de los sindicatos encolumnados en el franquismo, publicación que en democracia no logró sobrevivir ni un decenio a Franco, impreso como lo fue su último número en 1984. Pero en aquel verano del 80 todavía tenía lectores. Y fue así como una broma privada se convirtió en noticia. “Al día siguiente salió publicado”, recuerda Cabeza.
Hecho el anuncio de su postulación a través de la prensa, Cabeza entró en la contienda electoral y resultó ganador de la votación efectuada el 24 de julio. Tal como lo recuerda el gran Alfredo Relaño, obtuvo 1,939 votos, mismo número de su año de nacimiento, el del inicio de la guerra civil.
Al asumir la presidencia el último día de aquel mes de julio de 1981, dijo en su discurso: “El Atleti está grave pero no moribundo”. Algo sabía de eso.
Se hizo del mando de cara al inicio de la Liga 1980-81, que el Atleti se quedó muy cerca de conquistar. Una hipótesis acerca de por qué no se llevó a sus vitrinas aquel trofeo liguero radica en los improperios que durante la competencia les profirió a los árbitros y a la Real Federación Española de Futbol (RFEF). Siempre alegó que su equipo era desfavorecido en la cancha por los silbantes y en los escritorios por los dirigentes.
Frustrada la posibilidad de dar la vuelta en su primera campaña, Cabeza se decidió a ir con todo para lograrlo en su segunda oportunidad. Y en aras de conseguirlo se hizo de los servicios de un flamante campeón del futbol mexicano. Fichó a Hugo Sánchez. Luego de ganar su segunda Liga con los Pumas de la UNAM, el orgullo de la Jardín Balbuena —barrio de la capital de México— se vistió de albo y carmesí, cedido a préstamo por el conjunto universitario con opción a compra.
En aquel 1981 en que contrató a Hugo, Cabeza publicó un libro en el que cuenta sus primeros cuarenta años de vida. Su título —Yo Cabeza— parafrasea la novela biográfica que Robert Graves escribió del emperador romano Claudio —Yo, Claudio— y su portada muestra al galeno zaragozano hincado sobre la cancha del Calderón, vestido de futbolista con el uniforme del Atlético y ataviado con una bata de médico, auscultando a un balón de futbol con un estetoscopio.
Luego de tomarle el pulso al mercado, Cabeza apostó por apuntalar el ataque de su equipo con un jugador proveniente de un país del que España no solía importar futbolistas. Para curar los males que aquejaban la efectividad de su ofensiva prescribió un tratamiento novedoso. En vez de ir por un brasileño o un argentino —como lo haría el FC Barcelona el año siguiente al incorporar a Diego Armando Maradona— Cabeza exploró una receta alternativa.
En la primera vuelta del torneo 1981-82 Hugo no alcanzó un buen rendimiento. Y Cabeza hizo público su disgusto. Avezado en aquello de cambiar fechas, amagó con cambiarle una al delantero mexicano: nada menos que la de su salida del club, advirtiéndole que por su cabeza ya rondaba la posibilidad de adelantarla.
En noviembre de 1981 Cabeza declaró a la prensa que si el ariete volvía a la capital española luego de su boda en México, lo haría no más que “en viaje de novios”, tal como se lee en una nota de José Damián González publicada en El País.
Al finalizar su primera campaña en el futbol ibérico Hugo contabilizó ocho goles en Liga. Se esperaban más, pero ningún otro jugador del Atlético anotó más tantos que él en ese año futbolístico 1981-82.
Sin embargo, tal cifra goleadora no satisfizo en absoluto a Cabeza, quien, enseñoreado en su poder de cambiar la fecha de terminación del vínculo que unía al equipo que presidía con el atacante, acabó por comunicarle a éste una oferta innegociable.
Hugol relató así el episodio en entrevista reciente para el podcast de Ricardo Peláez, que por cierto se llama Futbol de Cabeza:
“El presidente de ese entonces (del Atlético de Madrid) era un médico forense que no tenía ni idea de fútbol. Un día me dice: ‘Hugo, tenemos un problema, eres muy caro, no podemos seguir teniéndote aquí.’ Yo le respondí: ‘Por favor, dame la oportunidad de quedarme. No voy a regresar a México sin haber triunfado en Europa’. Entonces me dice: ‘Mira, si te bajas el sueldo y la ficha de compra a la mitad, te quedas.’ La verdad lo pensé, pero al final le dije: ‘Bueno, ¿dónde firmo?’”.
Hugo tuvo que agachar la cabeza y aceptar las condiciones impuestas por Cabeza. Pero fue gracias a aquella decisión, tomada con cabeza fría, que pudo aumentar paulatinamente su cuota de goleo hasta ganar en la temporada 1984-85, vestido con la camiseta del Atlético, el primero de sus cinco trofeos pichichi al máximo goleador de la Liga española.
Buena cabeza tiene Cabeza para usar a los medios de comunicación a su conveniencia. El sólo soltar que planeaba prescindir de Hugo provocó el interés en su repatriación, manifestado por la empresa Televisa, que estuvo dispuesta a darle a Cabeza el dinero necesario tanto para que pagara a Pumas el dinero para comprar el pase, como después, también, entregarle el monto correspondiente a la ficha del delantero, con la intención de ponerlo a jugar, primero, en un club estadounidense propiedad del consorcio televisivo, Los Angeles Aztecs, y después, en el América de México.
Si Televisa ideó registrar a Hugo en el Aztecs antes de llevarlo al América era para que el Atlético no incumpliera la cláusula que pactó con Pumas por la cual el siguiente traspaso de Hugo no podía ser con destino a un equipo mexicano.
Hoy sabemos que, felizmente, se cumplió esa estipulación por la que Pumas se vacunaba contra el fortalecimiento de sus adversarios vernáculas a costa de su talentoso canterano. Es cierto que Hugo habría de enrolarse en el América —sí, lamentablemente— pero hasta once años más tarde. En aquellos albores de los ochenta no habría de cruzar el Atlántico de vuelta al futbol mexicano. Se quedó tres años más en la disciplina rojiblanca.
Cuando la noche del 30 de junio de 1985 Hugo marcó los dos goles gracias a los cuales el Atlético de Madrid levantó su sexta Copa del Rey después de nueve años sin conseguirlo, Cabeza ya no estuvo en el palco para celebrarlo. Para entonces la fecha que se había adelantado fue la de su salida. Dimitió en marzo del 82. Lo sucedió el sempiterno Calderón, quien traspasó a Hugo al Real Madrid —gracias a una triangulación en la que participaron los Pumas de la UNAM— el 13 de julio de 1985, fecha en la que feneció una historia, la de Hugo como colchonero, pero simultáneamente nació otra: la de sus éxitos como merengue.

