Los años van y vienen con pequeñas o grandes dosis de realidad. Yo había pasado los últimos años anestesiada, en el límite del dolor y la tranquilidad. Sobreviviendo. Estaba en constante reconstrucción, en la lucha incansable por ser congruente, creando y destruyendo incesantemente mi propia imagen, pero sin una idea objetiva de qué Diana quería ser realmente.
Me di cuenta que siempre estaba buscando espacio, un espacio entre la vida y yo. Buscaba lugares seguros para mi mente y los encontraba casi siempre en el arte; en la música, en los libros, en la fotografía. Por momentos, me anestesiaban de la realidad, pero después de un tiempo, necesitaba más, algo más. Era como estar en la búsqueda inminente del placer.
Me regocijaba en mi hedonismo y evadía el sufrimiento hasta las últimas consecuencias. Alargaba las horas de todas las actividades que me hacían sentir bien, pero después sólo llegaba el silencio. Es increíble lo desquiciante que puede ser cuando uno no lo elije.
Hasta que un día dejé de huirle al silencio y conocí la magia de la meditación en “Árbol Adentro”. Ahí aprendí que meditar es una habilidad que se desarrolla con el tiempo y es un proceso que nos mantiene en una construcción consciente.
Los estados mentales se convierten en estados corporales. Es por eso que muchas veces nos enfermamos o nos sentimos agotados cuando estamos estresados, enojados o tristes. Muchas veces, despertaba aletargada, muy cansada físicamente, pero con mi mente sobreestimulada de obsesiones recurrentes. Luchaba por calmarlas y sucedía lo mismo con mis emociones. Impedía que el enojo y la tristeza fueran parte de mi vida, ¿pero cómo respondía a lo que me pasaba, si ni siquiera reconocía cómo me sentía?
Fue entonces cuando dejé de juzgarme y comencé a ponerle nombre a mis sensaciones.
Descubrí que tenía lutos que no me había permitido sentir, así que le hice un espacio a la tristeza. Ahora la dejo pasar, y a veces llega en una taza de té, al final de un libro, en medio de una canción, en un recuerdo, en una fotografía; llega en el mar y las olas, cuando veo la hora, cuando camino, e incluso cuando sonrío.
Dejo que la emoción me acompañé el tiempo que sea necesario y, después, simplemente nos soltamos, seguras de que nos volveremos a encontrar.
En “Árbol Adentro”, aprendí que meditar es estar presente, conectando el cuerpo con la mente. Como diría mi maestro de meditación, “es abrir la puerta a uno mismo y descubrir lo que nos está sucediendo…”.
Si hay ruido, también hay que dejarlo pasar. El secreto está en poco a poco bajarle el ruido a nuestro mundo y, en consecuencia, a nuestra cabeza. Dejar de sobreestimularnos, percibir y disfrutar una cosa a la vez.
Respirar, simplemente respirar. La vida sólo sucede aquí y ahora, en el presente.
Hoy estoy cumpliendo 29 años, y los celebro plena y satisfecha con la vida que tengo, llena de amor y rodeada de seres extraordinarios que hacen que mi mundo sea un mejor lugar para coexistir.
Celebro la revolución emocional que me trajo hasta acá y, sobre todo, celebro este último año de mi vida en el que he conectando mucho más con el universo y la naturaleza, en sincronía con mi paz interior.