Tengo mala memoria. A veces incluso me asusto de lo rápido que olvido. Es cierto que algunos momentos, aquellos que pienso y repienso sin cesar, los tengo grabados segundo a segundo, pero no es habitual. Lo normal es que no tenga recuerdos apenas, quizá alguna imagen, un olor, la sensación que me produjo un lugar.
En numerosas ocasiones el agobio de sentir que no he vivido me lleva a escribir lo que me sucede o aquello que vuelvo a recordar tras pensarlo olvidado sobre mi cuerpo: en las manos, el brazo o un rincón del muslo. Intuyo que así me reapropiaré de aquel momento. Pienso que haciendo esto algunas cosas permanecerán, que no todo se va a diluir, que evitaré serme
irreconocible.
Ayer olvidé mi edad durante unos largos minutos, cuando la recordé la anoté en la palma de la mano izquierda. No era la primera vez que me ocurría. Hace dos años cuando fui a comprar un boleto de bus en Perú me preguntaron la edad y me quedé en blanco. Tuve que echar cuentas
pensando el año en que nací que, afortunadamente, venía en el pasaporte. En el principio de ese transitar por Perú y Bolivia me compré una libreta y, de vez en cuando, apuntaba alguna frase descontextualizada de lo que estaba viviendo en ese instante.
Escribir me ayuda a no desvanecerme. O a no hacerlo tan rápido. Escribir sobre la piel me acerca la certeza de que no me estoy vaciando cuando me recorre el miedo a la desmemoria. A pesar de todo, escribo poco y tal vez sea por eso que siento que mi historia son pequeños cuentos que se suceden pero no logro unir. Hay espacios intermitentes entre ellos por los que no alcanzo a mirar.