Los noticieros habían anunciado un eclipse lunar para esta tarde. El último que vi fue el eclipse total de sol en 1991, cuando todavía era un niño. Escuché gritos y mentadas de madre, abrí la puerta porque sabía que era Jorge (el hombre con quien vivo) discutiendo por cualquier pendejada con algún vecino.
—¿Qué, cabrón? —me gritó Jorge.
—Nada —le respondí sonriendo mientras entrábamos al departamento. Algunos vecinos se asomaban por sus ventanas debido al escándalo—. Otra vez te llevas el show en el edificio, ¿feliz? ¿Que todo el mundo se entere de tu incapacidad para controlarte es necesario? —le pregunté con ironía a Jorge mientras él respiraba de forma agitada y lanzaba sus llaves y el platito de frutas del comedor hacia la pared.
Dicen que durante los eclipses las personas cambian su personalidad por la inhibición temporal de ciertos neurotransmisores en el cerebro.
El vecino de arriba nos pateó el suelo.
—¡Cállese! —le gritamos ambos.
—No me hables, quiero estar solo —me ordenó Jorge.
—Ay ajá, en menos de cinco minutos vas a estar llorando y acurrucado en mi cama, quejándote de algún pedo que tuviste. A ver, ¿qué pasó?
—Nada —refunfuñó mi hombre; le di una nalgada y le advertí que yo no iba a limpiar su desmadre. Me tomó del cuello de la camisa de forma violenta.
—Mira, imbécil, vives en mi casa, no te voy a permit… —interrumpí su frase dándole un beso en los labios, él me mordió.
Comenzamos a pelear.
—Te voy a matar, pinche mono —amenazó Jorge, para ese momento ya me había roto la camisa y yo desgarré su traje. Él no pudo reprimir la poderosa erección que se le manifestó a mitad de la lucha.
—¿Me vas a matar? ¿Me vas a matar? ¿Y con quién te vas a arrastrar para controlar tus neurosis? ¿A quién le vas a llorar por lo injusto (según tú) que te ha tratado la vida? ¿Con quién vas a desquitar tus frustraciones? —le repliqué, Jorge respiraba más lento, me soltó, se puso boca arriba (rendido por mis palabras) y se la empecé a chupar.
—No lo hagas —comentó Jorge con voz tímida, aunque era él quien me movía (con sus manos) la cabeza en forma ascendente y descendente. —Dame tu quemada —volvió a ordenar.
—No —me mantuve firme y me quité sus manos que comenzaban a poblar mi cuerpo. — ¿Te tomaste tu pastilla? —lo interrogué.
—No me trates como a un niño.
—Ándale, tómatela, ya comenzaste a ponerte impertinente —le recomendé.
—Algún día esta mierda de mundo será mi reino —murmuró Jorge con su molesto hábito de señalar hacia arriba con su dedo índice. Comenzó a besarme en los labios, cada que lo hacía se sofocaba e iba gateando hasta el botiquín por el inhalador que el doctor le recetó para su asma; es un romántico.
—Calma, pequeño Gengis —Jorge se comparaba con Gengis Khan, se veía a sí mismo como a un conquistador y que yo lo llamara como al máximo artífice de la expansión del imperio mongol, aparte de inflar su ego, lo calmaba.
—Es por el eclipse.
—¿Qué?
—Me preguntaste por qué estaba molesto, es por el eclipse —Jorge comenzó a llorar y a platicarme que en el eclipse de 1991 sus padres se separaron, aquel día su padre casi mata a balazos a su madre, no lo hizo porque él y su hermano lo detuvieron a tiempo. Jamás volvieron a ver al señor desde el incidente.
—No lo sabía —respondí sin convicción, en ese instante mi rostro se llenó de las arcadas seminales de Jorge. Coloqué parte de sus hijos en la mordida que me había dado, sonrió y volvió a besarme con intensidad.
—¿Me amas? —preguntó Jorge. No le respondí como no lo había hecho las tantas ocasiones que me lo había preguntado durante nuestra relación.
—Yo no soy puto —le dije con cierta autoridad.
—No te hagas pendejo, te conocí en la calle ofreciéndote a otros güeyes.
—Fue por necesidad, pero nunca me han gustado los hombres, estoy contigo porque me pagas —le comenté a un Jorge que comenzaba a malhumorarse otra vez. — ¿Qué te parece si olvidamos lo que pasó hace años y salimos a ver el eclipse? —le dije para cambiar el tema.
—Me parece bien —respondió Jorge—. Pero el fin de semana me acompañas al Reino.
—Nunca —le grité. El Reino (para Jorge) era el lugar donde creció: Ixtapaluca. Él fantaseaba con ser un descendiente directo de Gengis Khan y que en su momento conquistaría al mundo, iniciando con ese municipio del Estado de México.
—¿Por qué no?
—No te soporto, ni a tu madre —le respondí. —¿Recuerdas al perro que adoptaste y terminaste por matar?
—Sí, ¿y qué con eso? —dijo Jorge de forma altanera.
—Que cuando estaba vivo y me invitaste a Ixtapaluca, tú y tu madre se la pasaron hablando con el chingado animal antes de dignarse a dirigirme la palabra. Me humillaron a propósito.
—Ni tanto, te hice un favor, ¿de qué te quejas? Fue la primera vez que engullí tu quemada —me contestó un Jorge burlón.
—Chinga tu madre, puto enfermo —le reclamé.
—¡Soy Gengis! —me espetó.
El vecino de arriba nuevamente nos pateó el suelo.
—¡Cállese! —volvimos a gritarle.
La quemada a la que tanto se refería Jorge era una decoloración en mi pene, producida por una enfermedad de transmisión sexual que hace tiempo uno de mis clientes me contagió, tuve el pene lleno de chancros que supuraban una pus asquerosa, dos meses de antibióticos me curaron, pero dejaron aquella marca como un tatuaje; yo le decía a Gengis que era vitíligo. Según él, la quemada tenía la misma forma del mapa que representaba todas las conquistas de Gengis Khan y lo enorme que fue el imperio mongol en sus días de gloria.
—Ya no menciones a mi madre o te mato —dijo Jorge con ira.
—No me vengas con tu lealtad hipócrita, ya perdí la cuenta de las veces que tuve que protegerla de ti o sería ella a la que ya hubieses matado, eres como tu padre.
—Cállate, cabrón.
—¿Qué me dices de las veces que en sus cumpleaños la arrastras a todo tipo de lugares para obligarla a tomarse fotografías que después cuelgas en Facebook para demostrar lo “felices” que son? Eres patético —Jorge me dio una cachetada y me encaró. Ese era otro de sus hábitos desagradables. Sólo se daba valor de hacerlo conmigo.
—Si te caemos tan mal, ¿por qué te metías?
—Porque si la matabas hubiera sido muy fácil que me cargaras la culpa. Me protegía a mí mismo.
—Los conquistadores somos aguerridos —argumentó Jorge.
—Gengis dominaba, no ayudaba a nadie —le respondí con sarcasmo.
—No me provoques, imbécil —me dijo, con certeza de lo que yo insinuaba: en los terremotos de 2017 en México emergió el lado “altruista” de Jorge. Fue parte de las brigadas que removieron escombros y entregaron alimentos en comunidades lejanas a la Ciudad de México.
—Eres un farsante. Está bien que ayudaras, serías un héroe anónimo, pero jamás te cansas de hociconear a cuántas personas sacaste de los escombros, de las decenas de camiones que rentaste con tu propio salario para ir a entregar víveres y de lo cobardes que somos todos los que no actuamos como tú —le escupí en la cara y él me dio otra cachetada.—¿Qué clase de culpa enfermiza quieres expiar?, tu familia te caga, odias tu trabajo, no soportas a tus amistades, a mí sólo me brindas humillaciones, ¿y de pronto te pones una capa de superhéroe con extraños? No engañas a nadie —Jorge me volvió a golpear, esta vez derribándome.
Se podía escuchar a la gente saliendo de sus casas para presenciar el eclipse. Mientras Jorge me golpeaba comenzó a llorar. Dicen que durante los eclipses todo organismo compuesto por agua (así como las olas) se vuelen impetuosos o mansos, Gengis escogió la primera opción mientras algunos perros del edificio comenzaron a ladrar.
—Deja de llorar, pequeño Gengis —le grité a Jorge para provocarlo.
— ¿Y qué hay de ti? —me respondió.
— ¿Qué pasa conmigo?
—Tenías cinco años prostituyéndote, más otros cinco que has estado conmigo son diez años de anonimato, no existes, ni los cabrones que salen de la cárcel están tan desconectados de la vida como tú, no tienes papeles, lo que te doy se lo mandas a tu familia, a los que poco les importas, no encontrarías un trabajo (más que de puto) si lo buscaras, no tienes amigos, nadie te buscaría si te mato, eres invisible, intercambiable; además tienes casi 40 años, ya ni chingas —Jorge me dominaba con sus palabras y me llevó hasta su cama.
El efecto de sombra llamado umbra oscureció todo el barrio. Cerré los ojos, mis párpados eran como un objeto celeste cuya traslación se ubicaba entre la luz de la recámara y mi iris, las luces dentro de mis ojos que imitaban auroras boreales y agujeros negros eran mi propio espectáculo, mi propio eclipse. Jorge manipuló mi pene hasta dejarlo duro, así mi quemada era más visible. Gengis contemplaba su imperio, acariciaba el mapa de sus logros bélicos. Jorge pasó toda la noche conquistando su verdadero reino.