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El pie morado de papá

Se pone gorra, o bloqueador en la calva si la olvida; deja su cinturón en casa; y nunca usa la playera de su equipo para evitar los insultos del fanático bravucón.

Odio las berenjenas. Tal vez por el aspecto que cobró el pie de mi papá, Gabriel, hace unos años: morado y con una forma que ni los lingüistas, ni los geómetras, han logrado describir. Esa imagen me escaldó los ojos. Habíamos ido al Estadio Olímpico Universitario para tener un desencuentro filial,  ser testigos de un partido entre Pumas y Chivas. Él, fanático del equipo tapatío; yo, del capitalino. Muy en el fondo lo sabíamos: algo saldría mal, aunque nada tuvo que ver el resultado. 

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Viajar a Jalisco desde la capital para ver un partido de fútbol no es una opción viable. Entonces conocí al deporte en Ciudad Universitaria y así explico mi afición por los Pumas. Ese siempre ha sido el recinto favorito de Gabriel, un hombre tranquilo, para sufrir las derrotas de sus Chivas. No visitar el Estadio Azteca —gobernado por la implacable afición del América— es sólo una de sus muchas precauciones. Se pone gorra, o bloqueador en la calva si la olvida; deja su cinturón en casa; y nunca usa la playera de su equipo para evitar los insultos del fanático bravucón. Aunque no fue lo suficientemente cauteloso si quería que sus hijos compartieran su afición por el Guadalajara, como tampoco lo fue ese día que sufrió un esguince, mientras caminábamos por las calles volcánicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Hay pocas oportunidades al año para disfrutar de un Pumas-Chivas en la Ciudad de México. Gabriel y yo hemos visto unos cuantos desde las gradas de concreto del Olímpico Universitario, decenas más sentados en un sillón de piel un poco más joven que yo. Pero hace un tiempo –no recuerdo cuándo exactamente, yo tendría unos 10 años– nos perdimos de uno de ellos. Aún no existían las boleteras, así que procuramos llegar temprano para comprar las entradas en la taquilla del Sindicato de Trabajadores. Estacionamos el coche bastante lejos y tomamos el PumaBus hacia el estadio. Cuando llegamos a la pequeña carpa cerca de la puerta F recibimos una mala noticia: las entradas estaban agotadas. Caminé cabizbajo de regreso al coche. Gabriel, por el contrario, no bajó la mirada en ningún momento y cayó en un hoyo extraño. ¿Una coladera mal puesta? ¿Una trampa del fanático bravucón? 

El PumaBus había dejado de circular. Sólo los corredores y los sinboletos deambulábamos la zona. Mi papá tuvo que caminar de regreso al coche con el pie recién esguinzado, conmigo de la mano. Me resulta difícil recordar más detalles. En esos pasos había mucho dolor (…) porque a unos metros, estaba por arrancar el partido de nuestros equipos. Probablemente el único evento capaz de enfrentarnos, pues solemos estar de acuerdo en básicamente todo. 

Fue la primera vez que vi a mi papá torcerse, estar al borde de las lágrimas, y la única que lo vi convertirse en berenjena. Renunció al dolor para llevarme a casa. Ahora yo acepto un plato de ese vegetal amargo. No porque me gusten, sino porque –a veces– prefiero tragarme lo que hay y aguantarme las ganas de hacer una mueca. 

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El pie de papá sanó y hemos vuelto varias veces al Olímpico Universitario desde entonces, aunque sólo a unos cuantos Pumas-Chivas. En todos, Gabriel se pone de pie cuando suena el himno deportivo de la UNAM. No lo canta, no alza el brazo derecho, pero se pone de pie. Tal vez por la presión social que supone la presencia de 20 mil aficionados; tal vez por complacerme; tal vez porque es un tipo respetuoso; o tal vez, porque lo conmueve una parte de su letra: escucha con qué ardor, entonan hoy tus hijos, este himno en tu honor… 

La vez más reciente que tuvimos uno de estos desencuentros filiales (18 de febrero de 2023) rodeamos todo el estadio a pie. No hubo más descuidos o eventos desafortunados, sino todo lo contrario. En el camino nos encontramos a Santiago Casillas, el vocalista de mi banda favorita, Little Jesus. Le pedí una foto y seguimos caminando hasta encontrarnos con mis amigos: Rafael, Eduardo y Alfredo, a quienes conozco desde hace más de diez años . Gabriel no iba en calidad de tutor, sino como uno más del grupo. Pagó la primera ronda de cervezas y Rafa la segunda. Salimos del partido con la vejiga a reventar. Preferimos no pasar a los baños del estadio y optamos por confiar en la calidad incierta de nuestros esfínteres. Tuvimos que perturbar el descanso de mi abuela, Leticia, quien vivía de camino, para usar su baño. Llegamos a casa y nos dimos las buenas noches con un beso en la mejilla.  La sonrisa de papá –sutil, pero obvia– era la misma desde que nos encontramos al cantante. La mía también. Esa noche ganaron las Chivas, perdieron los Pumas. Una vez más, nada tuvo que ver el resultado.