Recuerdo un cumpleaños en el que le regalé a mi madre una libreta y un bolígrafo. La libreta era negra, de anillas. Dos dedos de gruesa, tamaño DIN A5, quizás un poco más grande. Tenía dibujos de flores en la tapa, rojas y azules, creo que también había amarillas. Le dije que era para que escribiera un libro, que yo sería la primera en leerlo. Estaba siendo sincera. Conocía sus sueños.
Aun así, cuando recibió aquellos pliegos ordenados, un ejército de llanuras blancas dispuestas para ser recorridas con historias, pude ver aquella expresión familiar en su rostro. Unos labios alargándose hacia arriba, una curva autocompadecida. Mirada de pasado, de tren perdido, de flores marchitas, de ceniza, rodeada de surcos pesados, minutos grises, losas que va fijando la vida. No hay nada que se pueda hacer cuando mira así. Lo aprendí hace tiempo: ese gesto quema como un trago de absenta.
La imaginé así ayer, y fue como pasear a las 3 de la madrugada en pleno invierno. Pensé de nuevo en el surco de esa sonrisa hundiéndose en sus pómulos, y reparé en otros surcos, en otros pliegues, que junto con mi padre me legó. Trazaron una red de mapas pequeños, simples y conectados, tierras pálidas, suaves y seguras, en las que aún no había acontecido suceso alguno. Crearon un nuevo espacio, un ser diminuto. Y en aquellos tres cuerpos se irían retratando nuevos caminos, valles, accidentes, mares y tormentas, bosques, ciudades y ríos, trazando la cartografía de nuestros viajes, como si de una expedición se tratara.
En algunos momentos de la historia, esas maravillas de la geografía de nuestras huellas se hicieron diferentes entre nosotros. Ella dibujó carreteras con curvas, llanos y puentes, suburbios y residencias, y marcó en ella los pequeños surcos de los fragmentos de vida que le confiaban aquellos a quienes cuidaba. Él edificó grandes almacenes y autopistas, pintó en su geografía pueblos perdidos, hospitales, manantiales y campos de olivos que compartimos entre botas y polvo.
Yo esbocé sierras, constelaciones y castillos, construí aeropuertos, islas y bibliotecas, inventé albergues y callejuelas a las que volví más de una vez, haciendo esos surcos más profundos, creando diminutas ramificaciones en cada ocasión. A los tres se nos desdibujaron historias diferentes que cayeron en el olvido por no volver a ellas, y volvimos a formar surcos, los unos a los otros, en nuestros reencuentros puntuales.
Cada una de esas pequeñas rayitas, grietas, surcos y arrugas ampliaron mi mapa. Cada historia de ellos se añadía también a la mía en forma de equis, de afluentes o puntos. La cartografía del mundo que conozco se fijó en mi cuerpo, y una parte de la mía en el de ellos, esa parte que hemos compartido, y otra que les he revelado. Hace tiempo que en mi cartografía no aparece ningún surco de ella. Ayer volvió a interpretar esa sonrisa, lo sé, aunque no la vi. La de callarse las grietas, la de guardarse los barrancos, la de omitir los acantilados y dibujarme a mí campos florecidos.
Crearon mi mapa e intentaron hacerlo bonito y amplio. Querían que cupieran todos mis anhelos, cada uno de mis caminos, cada ruta. Que hubiera espacio para tatuar mi búsqueda de un tesoro que crearon para animarme a avanzar. Absorbieron las heridas de mis accidentes para repartirnos las cicatrices, e hicieron milagros para no dejarme ninguna a mí.
Por eso mi mapa tiene más iglesias que barrancos.