Soy una mala mamá de óvulos me repite Virginia, que no los cuido, que por eso no crecen. Me lo dice cada vez que le cuento que debo seguir con el tratamiento. Diez días de inyecciones de Ovaleap y pastillas de Progevera, de visitas incómodas, de salas de espera. En el cartoncito en el que se registran los días de los pinchazos y pastillas leo que el último día de la toma de anticonceptivo fue el martes ocho de junio, que inicié el tratamiento el 13 y debía terminarlo el 18; pero lo continuamos hasta el 24, porque mis óvulos enanos no quieren crecer, al cartoncito le falta una casilla para terminarlo y seguramente pasar a otro cartón, aunque no es posible ya que 12 inyecciones es lo máximo según diferentes artículos que he leído en Internet y Google siempre tiene la razón. Tal vez el truco era jugar al Bingo con los cartoncitos hormonales, que te inflen como un globo y te hagan ir a la clínica dos veces a la semana por más de 40 días, imagino que me informarán cuando gane la partida.
Quizá no me he portado bien, por eso soy una mala mamá de óvulos: caídas en bicicleta, mudanzas, viajes, sexo, olvidar la pastilla y tomarla al día siguiente, sobreesfuerzos, vino blanco antes de dormir, todo lo que se puede leer en ese cartoncito como prohibido, después de la palabra Recuerda no. Esta última semana me han hecho ir a la clínica todos los días, me desnudo, me pongo una sabana que termino tirando en una cesta marcada con la palabra Sabanitas, me pongo los zapatos, hacen mucho hincapié en que me ponga los zapatos antes de la ecografía, tal vez pasaron malos ratos con los pies de las donantes y los olores que de allí desprendían.
Le abro las piernas al ginecólogo, un hombre de unos cuarenta y tantos con la cabeza cuadrada y el pelo muy bajito como césped recién cortado. Le recita a la enfermera las medidas de mis óvulos como una mala poesía, de esas experimentales, mientras tengo la sonda dentro de la vagina y observo la pantalla en blanco y negro a los ovocitos, es decir, las cositas que donaré. Hay unos que miden 9, otros 13; le pregunté si necesitaba que tuviesen un tamaño estándar, que sentía que este procedimiento estaba más largo que un parto, «sí, necesitamos que estén entre 20 y 24», me respondió, soy una mala mamá de óvulos me dije y cerré los ojos con preocupación.
Al finalizar la ecografía me dirijo a una oficina en el que me llenan el bolsito de las inyecciones, «ya casi estás lista», me repiten desde hace cuatro días, la enfermera me pide el boli, busco nerviosa en mi bolso y le dije que no tenía ningún boli hoy, recordé que había visto una cesta con bolis en la recepción, enfrente de la chica rubia que mira raro, la enfermera se río, «no, el boli con el que te pinchas, qué graciosa eres». En el fulano cartoncito de Bingo hormonal que me dan con el bolsito de las inyecciones y pastillas dice que debo devolver todo, en el primer control devolví las agujas usadas como muestra de que realizaba el procedimiento, la enfermera me miró con asco y me insistió que eso sí lo debía desechar, las tomé con mis manos y las tiré en el bote de basura ante su mirada de asco. Pensé que era una especie de control, soy muy literal, si en el cartón especifica que debo devolver todo, pues se devuelve todo sin más.
Me pincho las hormonas con un boli verde manzana al que se le inserta una aguja muy pequeña, similar a los bolis del colegio, los que venían con muchos colores; tomo con mis manos la piel de mi abdomen cada vez más inflado y lo clavo. Inyecciones subcutáneas que no duelen demasiado. Los que saben lo que estoy haciendo me preguntan sobre mi humor, si por tantas hormonas me siento mal, pero no, me siento feliz, muy feliz, sonrío al caminar como si tuviese un retraso, si le quito la inflamación de la tripa, podría pincharme para siempre.
Al contrario de lo que tomaba el protagonista de Serotonina de Houellebecq, mi apetito sexual no ha decrecido, aumenta de la misma forma que aumenta mi felicidad y mi estómago. Me podría follar a cualquier hombre con barba que se cruce en mi camino.
Donación de ovocitos, se lee en el contrato que firmé al inicio. La donación es gratuita, formal y confidencial, voluntaria y altruista pero me darán una retribución por las molestias causadas. Lo hice para comprar el tiquete de avión de mi hijo y traerlo a España desde Venezuela, toda una historia de inmigrante. «Deberías decirlo en la entrevista con la psicóloga, que quieres donar para que las personas tengan un hijo porque tú no lo tienes cerca», me dijo mi amiga dos días antes de empezar con todo esto.
Virginia me dice que espera toparse algún día con una niña igual a mí, que seguro le encantará leer y la poesía y los cuadros de Excel, que la descubrirá porque a todo le encontrará una solución filosófica y parecerá de otro planeta, soltará un típico: ¿Qué puedo aprender de esta situación?, me dice entre risas y burlas que le preguntará a la madre si fue a una clínica de óvulos y que si eligió a una latina de contextura normal y cabello castaño oscuro ondulado. Que el mundo sería mucho mejor si hay más de mí por ahí, que lo siga haciendo, que me olvide del libro o de plantar un árbol, que siga donando óvulos que así le hago un favor a la sociedad, yo la abrazo y le doy un beso, luego me levanto el vestido y me planto la última inyección. Hoy empezaré a buscar tiquetes de avión para mi hijo y lo reservaré, hoy será un buen día.