Vuelvo a escupir mis palabras en una nueva carta, a sabiendas de nunca obtener respuesta tuya alguna, pues te fuiste así nomás, con las maneras abruptas que tanto te caracterizan y las explicaciones vacías de siempre, dejándome en la soledad de una casa que parece extrañarte mucho más de lo que contempla mi presencia.
De la vasta cantidad de cosas que bien podría reprocharte, opté por relegar momentáneamente los pesares y escollos sentimentales que consumen mis esfuerzos a cada movimiento del reloj, de modo que, ocurrióseme acertado que quizás en otras circunstancias te hubiera interesado saber que el manchoncito que dejaste en la pared del living continúa creciendo. Y sabés de cuál estoy hablando. Resulta cómico (si le buscamos la vuelta) pensar que mi única compañía se reduce a una consecuencia de tu parte, otro recordatorio de que alguna vez estuviste por acá, conmigo; que aquello originado como un mero punto incriminatorio en la pared, otro lunar insulso sobre pintura avejentada, es el motivo por el cual mis días reciben su justificación de continuar con la rutina.
Creo que el manchón (porque así hay que llamarlo ahora), ha intentado animarme un poco.
Recuerdo la mañana en que decidí ausentarme en el trabajo, y para mi sorpresa lo descubrí tratando de imitar a los pájaros que suelen asomarse por el ventanal. Algo extrañamente tierno. Desde entonces, continúa con aquél juego que abarca figuras sencillas, y ocurrencias en extremo detalladas. ¡Si tan solo regresaras! ¡Podríamos sentarnos el uno junto al otro y observarlo por horas, como espectadores de una película que se proyecta en exclusiva para nosotros y en la intimidad de nuestras propias paredes!
Los últimos meses aprendió a moverse. Me persigue con su color rojizo a cada momento, transformándose de acá para allá, y en todo recoveco posible. Nada lo detiene. Incluso se las ha arreglado para colarse por entre los azulejos floreados del baño (esos que colocamos luego de tus rabietas de chiquilina consentida) evitando patinarse hasta el suelo y perecer en el intento. Estoy seguro que si le fuera posible, recorrería las calles que nos separan por exigencia de las obligaciones. De tanto en tanto me pierdo en la desnudez del cubículo que habito de lunes a viernes con la esperanza de cruzar saludos, y no sentirme otra vez en el abandono. Increíble pero cierto.
Recientemente nos hemos hundido en la tarea de recrear tu persona, una vez seleccionada y utilizada toda fotografía, enseñado los rasgos que te definen o parecían hacerlo, como rascarte la nariz mientras desayunás, o sonreír en medio de una discusión debido a tu nerviosidad. Ya sabés, las cosas sencillas. Pero continúo inmerso en esta lucha contra el convencimiento para acceder a la mentira: no puedo, no es lo mismo, no sos vos.
Surgen instantes en los cuales quisiera decir la verdad, y contarle al manchón que también ha contribuido a sumar granitos de arena en el vasto desierto de mi infelicidad, con la perfección en que te trae devuelta, cual espejo fiel, frente a mis ojos. Pobre, simplemente no se lo merece, no lo merezco. Y es a vos, a quien culpo por ello; a vos y a tu egoísmo, que me trajeron la desgracia, el hastío, y al inocente manchón, hijo de tu sangre, nacido segundos después del adiós que me negaste, cuando volar tu propia cabeza en el sillón del living parecía una idea tan insospechada.