“Estos fragmentos los he usado para sostener mis ruinas.”
El año del pensamiento mágico, Joan Didion.
Era fin de año y recuerdo la típica alegría y emoción que se sienten por lo que está por venir. Sin embargo, después de brindar y abrazar, tuve que guardar todos esos sentimientos bajo llave para enfrentar una situación que transformó el mundo que conocía. Ya lo decía Didion: “la gente que ha perdido a un ser querido parece desnuda porque se cree a sí misma invisible. Yo también me sentí invisible durante una época, incorpórea”.
En lo particular, me gusta hablar de la llegada porque se convirtió en el acontecimiento que mi cabeza reproducía incesantemente, sin que pudiera obtener respuesta alguna después de tanto repetirse. Regresaba de aquel viaje con un solo sentimiento: llegar a casa, al hogar, al abrazo. Recuerdo que nunca he tenido un viaje tan pesado en carretera. No sé si el cuerpo lo sabía, no sé si la vida quería retrasar el momento. Aún no encuentro explicaciones para esas siete horas de trayecto que terminaron por fastidiarme el ánimo antes de que la noticia hiciera algo más que incomodarme. Recuerdo la comida que pedí en aquel Vips de carretera, amarga, agria, se me cerró el estómago y no pude comer más. Me cansé de tratar de entender por qué me sentía así: pesada, desganada, asqueada. En fin. Retomamos el camino y de pronto se hizo de noche. La camioneta en la que iba se convirtió en el caparazón que me mantuvo a salvo hasta que me bajé de ella. Recuerdo que los celulares de todas las personas presentes no recibían llamadas. Sonaban y al contestar: silencio. Un silencio casi fúnebre. Y entonces, sucedió.
Llegué y lo primero que mis ojos vieron fue oscuridad. Una profunda oscuridad que combinaba con el silencio y la quietud que reinaba en esos pocos segundos. Todo a oscuras, toda luz de esperanza apagada. Todo perfectamente acomodado para una noticia penetrante como el frío de la noche. Sentí el cambio de temperatura en la piel y en mi interior. Fue un presentimiento, algo que dentro de mí se accionó y provocó que se me acelerara la respiración, los latidos y que me temblaran las manos al momento de marcar el teléfono. El pulso me inundó la sangre de angustia y de incertidumbre. Con la voz temblando, los minutos de la llamada comenzaron a correr. La noticia me es revelada y después nada. El mundo se cae, mis manos se unen al temblor de mi pecho, mi vida se desvanece tan rápido que no me doy ni cuenta. Todo a mi alrededor se vuelve borroso, incongruente, frágil. Le doy la bienvenida a ese sentimiento, el que me inunda, el que me saca de quicio; el que corre por mis venas a zancadas gigantescas y violentas: el miedo. Me alejo de los demás. Espero que el viento que sopla se lleve las lágrimas para regresarlas a su lugar. En silencio me preparo para que algo, cualquier cosa, me diga que es un sueño y que todo es mentira. La espera se vuelve larga, pesada, infinita. Es verdad, sí. ¿Palabras de aliento? No existen. El viento las alejó en vez de hacerlo con mis lágrimas.
Recuerdo que antes de sentarme se me resbaló el teléfono de las manos. Respiré y los pulmones se llenaron de un terror que jamás había sentido. La mente se puso en blanco, estaba paralizada. Me abrazaban, pero no servía de nada porque estaba regresando a casa y los brazos que quería encontrar eran otros. Aquellos que peleaban para sobrevivir. Entonces me puse de pie, golpeé con todas mis fuerzas lo primero que se me puso enfrente. Sentí el derrumbe en los hombros, en la cabeza, en el cuerpo entero, lo perdí todo y me convertí en miedo. Tienes que ser fuerte, me decían. Son palabras que no valen ni la mitad de lo que sentí perdido. Fue una fractura hecha por la impotencia que me acorraló en un pasillo eterno y que incendió lo poco que quedaba. Con desesperación regresé los días, me acordé de la última mirada, del último abrazo; deseé con todas mis fuerzas que no lo fueran. Los recuerdos llegaban y me apuñalaron una, dos, tres veces, cada una más fuerte. El dolor se volvió insoportable, cruel, patético. Pero él seguía ahí, aferrándose a la vida mientras yo ofrecía la mía.
La sensación de pesadilla duró horas, días y podría decir que años. Se me clavó la mirada en el suelo y pasaron años para que volviera a dirigirse hacia el cielo sin pensar que en cualquier momento la vida me daría el tiro de gracia. Fue la sensación de sentirme perdida la que me inundó; se me paralizó el cuerpo mientras él también se perdía a sí mismo. La rabia de no entender por qué había sucedido, por qué después de dieciséis años mi mundo se había congelado. ¿A quién se le reclama el desastre que provoca la enfermedad? A su llegada, la enfermedad arrasa con todo, es feroz a la hora de atacar, es implacable. Parte esquemas, reduce el lenguaje y destruye todo lo establecido. La identidad se fractura, pues como bien lo indica Andrea Kottow “¿quién dice yo cuando ese yo no coincide con el que estaba ahí antes de la enfermedad?”, es más, me gustaría llevarlo aún más lejos y preguntar ¿Qué es el yo cuando no hay lenguaje para pronunciarlo? ¿Qué queda del ser cuando no hay palabra que lo inscriba en un tiempo-espacio?
Recuerdo que me asfixiaba la falta de lenguaje, la incapacidad para deletrear lo que había sucedido, me sofocaba no poder huir. Su ausencia me dejó sin respirar y se me formó un pozo en el pecho; era denso, oscuro, árido y sin fondo. Entendí que la ausencia debe ser vivida para que haga lo que mejor sabe hacer: romperlo todo a su paso. Dejé que tomara mis pupilas como morada, que me habitara y me permití saborear mi dolor.
Es cierto que tuvieron que pasar años para que esta crónica pudiera construirse, para que pudiera encontrar las palabras adecuadas, la valentía necesaria para revisitar el pasado sin abrir la llaga de forma cruel. Fue entonces cuando descubrí que mi padre es una isla. Él es:
El que tiene una mente a la que nadie puede acceder.
El que se aísla con adivinanzas, con risas, miradas, preocupaciones.
Al que su cuerpo lo hizo prisionero.
Al que le llegan las ideas, pero no las palabras.
Al que la enfermedad lo atacó, pero no lo derrumbó.
El que se defiende porque aún le quedan señales con las manos.
El que enfrenta cada día sin pronunciar su nombre, pero responde a él.
El que tuvo que inventar otro lenguaje para demostrar su sentir.
El que se convirtió en jugador experto de mímica.
El que aconseja con manos que sostienen.
El que sigue teniendo mirada de hogar.
El que dejó de ser, pero encontró otra manera de habitar(se) en el mundo.
En mi mundo. En su mundo mudo.
El que en su isla sigue presente, pero como quien lanza un mensaje indescifrable en una botella náufraga.
El que es norte, pero pierde la dirección en su pensar.
El que lucha a pesar de lo que es.
arritmia. coágulo. accidentecerebrovascular. afasia.
Eran palabras vacías, huecas de significado.
Hasta ese momento,
y para siempre.