A espaldas del sol la amapola crece y el río cruza a través de los recónditos espacios llenos de ilusiones de la Sierra Gorda de Querétaro. Aún sin palabras, la violencia se reconoce en ella como un hábitat en el que el tiempo parece no tener sentido y la adolescencia una raíz inquebrantable.
Y es que de raíces la tierra se expande a tal grado que asusta, tal y como una reprimida infancia que no renuncia a sus amistades, recreo y curiosidades. Las raíces crecen y añoran convertirse en árboles, pero la noche aclama por esconderles entre la oscuridad.
Entre estos elementos se escribe este homenaje de la directora Tatiana Huezo, Noche de Fuego, su primera película de ficción. Por un lado, homenaje a las mujeres; y por el otro, cuestiones sobre la violencia de género, una sombra del crimen organizado en México.
La historia sobre un grupo de amigas contagiada en inocencia y violencia se inscribe en un contexto de relatos que nos parecen cotidianos, no obstante, nos encontramos ante un conjunto de imágenes que nos hacen olvidar la narrativa de las armas, la muerte, la pobreza y el olvido. Si bien dicha narrativa no se excluye ni es ajena, la película logra trastocar otros terrenos del apego y la naturaleza, acercándonos hacia un portento de esperanza más allá de las palabras: el amanecer, los insectos, la música, la escuela y, desde luego, la amistad.
No estamos tampoco ante una fantasía; incluso, somos testigos de un terreno perdido, siempre sujetos a una amenaza que no termina por aparecer del todo mientras la pantalla se vuelve una mirada por demás intima del tiempo y de cómo este nos golpea. Tatiana Huezo nos vuelve cómplices, no de las perversiones de la violencia, sino de la inmediatez con la que aceptamos esta condición vulnerable. Quizá así tenga mayor sentido el uso de la palabra ‘homenaje’, pues, lejos del sometimiento, madres, hijas y mujeres comulgan y se veneran en una exploración de su propia libertad, dueñas de su propio espacio del que sus hombres les han abandonado.
Por otro lado, se asoman distintas opiniones que convergen en la idea de que Noche de Fuego es otra película violenta de México. Se señala entonces una sensibilidad lastimosa como si nuestra realidad no tuviera mayor remedio. Al final, el fuego se enciende y las armas aparecen; la masacre en el pueblo se anuncia con la llegada de la noche o, más bien, de la oscuridad, no sin antes reconocer que miles de batallas ya han sido ganadas por sus habitantes.
La violencia persiste, no cabe la menor duda, pero hay huellas que no se pueden borrar, tales como las de una historia que exhorta al no olvido y la vida misma; de la nuestra y de la que heredamos. Las sensaciones en la sala, cabe señalar, toman distintas formas que se reproducen en silencios. Nostalgia, pero también virtud de poder palpar a la memoria de nuestra infancia más allá de nuestro ego, miedos y límites; más allá del cine.