Orihuela es un pueblo del interior del levante con un encanto de secano y huerta, único en la comarca de la Vega Baja, alejado de las playas de arena blanca tan características de la provincia de Alicante. Situado en el extremo suroccidental, colindante con la región de Murcia, cuenta con una riqueza histórica, cultural, lingüística y geográfica muy amplia. De hecho, cabe destacar que su casco histórico fue declarado Conjunto Histórico Artístico en 1969, siendo uno de los primeros de España en merecer el nombramiento. El pueblo queda dividido tras el paso del gran río Segura, que le proporciona, gracias a su caudal, una riqueza de almendros, algarrobos, olivos, cereales, viñedos, legumbres, hortalizas y frutales. Toda esta riqueza me recuerda a una descripción que hizo el poeta Miguel Hernández en Perito en Lunas (1933):
Agrios huertos, azules limonares,
de frutos, si dorados, corredores;
¡tan distantes! que os sé si los vapores
libertan siempre presos palomares.
Ya va el río a regarle los azahares
alrededor de sus alrededores,
en menoscabo de la horticultura:
¡oh solución, presente al fin, futura!
Cuando llego a un lugar nuevo en territorio español siempre me gusta ir desde dentro hacia fuera, porque en España todos los territorios están organizados de la misma forma. En el centro está lo que se conoce comúnmente como Casco Antiguo, porque quedan vestigios de la Edad Media. Con los siglos, al agrandarse las ciudades, han acabado dibujando el mismo patrón histórico. En este caso concreto, el municipio tiene un fuerte vínculo eclesiástico que se puede observar a través de la historia de la ciudad, en sus múltiples iglesias y monasterios: el Santuario de Nuestra Señora de Monserrate, el Real Monasterio de la Visitación de Santa María, la Iglesia Parroquial de Santiago Apóstol, la Iglesia Parroquial de las Santas Justa y Rufina, la Catedral de El Salvador y el Colegio Diocesano de Santo Domingo. En esta visita, me detuve en las últimas dos. Por un lado, la Catedral de El Salvador, donde Miguel Domingo Hernández Gilabert fue bautizado. Este patrimonio eclesiástico de estilo gótico fue construido sobre una aljama musulmana, como tantos otros edificios. Lo más notable, a parte de su posición céntrica, es su torre campanario que se mantiene intacta a pesar de los años.
Por otro lado se encuentra el Colegio Diocesano de Santo Domingo, que me recordó, con sus frescos pintados a mano, a una pequeña Capilla Sixtina. El edificio, datado del s.XVI, es conocido como “El Escorial del Levante”, donde se pueden diferenciar diferentes estilos como el gótico, renacentista, barroco y rococó. Su campanario, muy peculiar, posee unos colores muy vívidos. Además, es el lugar donde el poeta oriolano estudió hasta los catorce años y donde se le prestó una biblioteca y una máquina de escribir.
Caminando por las calles de Orihuela quise pasearme por la calle Río donde vivía Josefina de joven, la esposa de Miguel Hernández. Recordé el poema Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo, ese amor único que parece que se desvanece actualmente:
Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo,
nacida ya para el marero oficio;
ser graciosa y morena tu ejercicio
y tu virtud más ejemplar ser cielo.
¡Niña!, cuando tu pelo va de vuelo
dando del viento claro un negro indicio,
enmienda de marfil y de artificio
ser de tu capilar borrasca anhelo.
No tienes más quehacer que ser hermosa,
ni tengo más festejo que mirarte,
alrededor girando de tu esfera.
Satélite de ti, no hago otra cosa,
si no es una labor de recordarte.
-¡Date presa de amor, mi carcelera!
Antes de llegar a la casa del poeta, autor de las Nanas de cebolla, hay una parada obligatoria: el Museo Arqueológico Comarcal, donde se encuentra toda la historia del municipio, además del Museo Diocesano de Arte Sacro y el Museo Fundación Pedrera, dedicados a obras de arte. También se encuentran otros museos a destacar como el MUDIC de ciencia, el Museo de la Reconquista y el Museo de la Semana Santa, dedicado a las festividades locales.
La última parada de este recorrido, y la más deseada, fue la casa de Miguel Hernández, situada en el número 73 de la calle Arriba, pequeña pero acogedora. En ella se puede vislumbrar cómo se vivía a principios del siglo XX en esa España rural. En la entrada, hacia el lado derecho, se encuentra la habitación de Miguel Hernández, que compartía con su hermano. Los muebles que están en la casa no son los originales, pero la cama del poeta fue cedida por la familia a la exposición. Volviendo al descansillo, a un paso, está la cocina, desde la cual se accede a un patio donde hay un pozo y una piedra para lavar. En el momento que levantas la vista, cuando asombra el hecho de que el tiempo transcurrido no ha sido mucho, se observan unas escaleras que dan a un pequeño cobertizo donde guardaban el ganado, concretamente cabras. Una pequeña puerta te lleva a ese huerto. Lo más llamativo de este modesto jardín son las higueras que siguen en pie, donde te puedes imaginar a un púgil poeta escribiendo sus poemas y mimetizándose con el árbol mientras come unos higos:
Paraíso local, creación postrera,
si breve de mi casa;
sitiado abril, tapiada primavera,
donde mi vida pasa
calmándole la sed cuando le abrasa.
Yo, dios y Adán, que lo cultivo y riego
por mi mano y conducto
de frescor artesiano, su sosiego
recojo, su producto,
sus dádivas de miel en usufructo.
De su interior de hojas, por sorpresa
bienlogre esta mañana
el chorro de la luz primavera y tiesa
de la cigarra hispana,
y una breva a lo bolsa, luto y grana.
Adan por aficion, aunque sin Eva,
hojeo aqui mis horas,
viendo al verde limon como releva
de amarillo sus proras,
y al higo verde hacer obras medoras.
Aquí los venosos perejiles
extrañan sus caireles
parejas al azul de los astiles
de los altos claveles,
espigas injertadas en pinceles.
Mi carne, contra el tronco, se apodera,
en la siesta del día
de la vida, del peso de la higuera,
¡tanto!, que se diría,
al divorciarlas, que es de carne mía.
Propósitos de cánticos y aves
celan las frondas nidos
Entre las hojas brotan nubes, nave
espacios reducidos
que a ¡Cuánto amor! elevan mis sentidos
La hoja bien detallada por el cielo
y el cielo por la hoja
surten de gracia y paz el aire encelo,
que cuando se le antoja
arrecia ramos, luz de cielo afloja
Para acallar el grito del deseo
del sitio donde yerra,
el fruto chino, el arabe y guineo
da suicidado en tierra,
creciendo en paz y mandurano en guerra
Oigo cómo se azuzan los corrales
los cantos de sus grillos.
Geranios, por los rojo, criminales,
de querer levantarme, y esta gana,
se tornaran terrena corbardía
Mi ilustre soledad de esquila y lana
de hoy, ha de hacer viciosas amistad
con el higo, la pruna y la manzana
¡Adiós, secreto de mis soledades!
¡Adiós mi voluntad y continencia!
¡Adiós, Miguel de las tempestades,
con tu carne, tu alma y tu conciencia!
Evitaré, señor, tu azul persona,
que dolecencia quito quien puso ausencia.
Una vez en la zona donde salía y entraba el ganado miré hacia las montañas pedregosas y con maleza de San Miguel. Por ahí, pensé, se marchaba un joven poeta con sus cabras y su lírica. Sentado, matando las horas, intentaba aprender la métrica. A lo lejos, vi el castillo en ruinas de Orihuela, que se mantiene así desde la Guerra de Sucesión. Fue calcinado por la caída de un rayo y sufrió la devastación de un terremoto; sin embargo, aún se puede visitar esta fortificación, que no se sabe si es árabe o visigoda. Las vistas desde lo alto me evocaron a los versos que se pueden leer en la casa del poeta:
Si yo salí de la tierra,
Si yo he nacido de un vientre
Desdichado y con pobre,
No fue sino para hacerme
Ruiseñor de las desdichas,
Eco de la mala suerte,
Y cantar y repetir,
A quien escucharme debe,
Cuanto a penas,
Cuanto a pobres,
Cuanto a tierra se refiere.
Esta ciudad está configurada para pensar en Miguel Hernández y toda su obra. Actualmente, es una gran urbe que se puede visitar en un fin de semana. No cabe duda que estos versos que le dedicó son la mejor propaganda que jamás tendrá:
Si queréis el goce de visión tan grata
Que la mente a creerlo terca se resista;
Si queréis en una blonda catarata
De color y luces anegar la vista;
Si queréis en ámbitos tan maravillosos
Como en los que en sueños la alta mente yerra
Revolar, en estos versos milagrosos,
Contemplad mi pueblo,
Contemplad mi tierra.
Antes de marcharme a otro lugar, me gustaría recordar el amor del poeta por la tierra, quien sabía lo que era el trabajo duro y el amor hacia un lugar. El pueblo que lo vio nacer no pudo despedirlo honradamente, porque tristemente fue preso de un régimen que lo encarceló y lo dejó morir en un celda por tuberculosis. Su tumba se puede visitar en el cementerio de Alicante; al menos su cuerpo guarda sepultura. El broche perfecto para terminar esta crónica sería destacando un poema de Miguel, si me permite el tuteo, porque considero que el amor tan puro por la patria lo tiene la poesía, y como él bien dijo: Los poetas somos Viento del Pueblo:
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.