Plantas de interior, salvavidas de oficina, respiraderos junto a impresoras, paréntesis cruciales, remansos de paz entre legajos. Hay despachos en los que no existen ventanas, tampoco corre el aire y apenas queda oxígeno. Hay consultas claustrofóbicas de las que apenas se sale para pegar un rápido bocado en toda la jornada laboral, sótanos oscuros donde se trabaja a destajo por un sueldo insuficiente.
La humanidad amenazada y prisionera con frecuencia es salvada por alguna planta insumisa en el medio más hostil, por una sonrisa de clorofila y seda. No hay salida, parece, pero si uno se fija encuentra belleza. Algo es algo. A veces es más que suficiente. No hacen ruido, apenas están, casi no piden ni agua, se conforman con migajas de tiempo y un mínimo cuidado. Cariño. Son ansiolíticas, terapéuticas, han evitado suicidios y asesinatos. He visto lirios y pothos sobre taquillas oxidadas, anturios rojos y lenguas de tigre aligerando el tenso ambiente de alguna gestoría suburbial, kentias en zonas de embarque, ficus benjaminas cerca de quirófanos, monsteras en gabinetes psicopedagógicos, algún crotón en áreas administrativas, centros estéticos o en fríos almacenes para carga y descarga. Los helechos pueden sostener y acompañar a los dolientes mientras velan al difunto en las largas horas de tanatorio, crasas, cactus, lirios de paz, quiero pensar que las hay en los corredores de la muerte y en los hospitales de cuidados paliativos.
Plantas, tallos y flores, apósitos, gasas para la fiebre y el vértigo, la pena, la náusea y el vacío, delicadas hojas donde se inscribe una verde esperanza cuando hay cadenas que aprietan demasiado, el reloj parece que no avanza y la tarea no termina nunca.
Decía Wislawa Szymborska que hablar con las plantas es necesario e imposible. Creo que las plantas guardan silencio porque hablar con nosotros, como si de pequeñas diosas se tratara, les resulta posible pero innecesario. O tal vez su forma de hablarnos sea el silencio, ese fino lenguaje del que apenas sabemos nada, en el que siempre vamos balbucientes.
Nos queda el consuelo de nuestra vieja fe en ellas, una fe en sus macetas que viene desde el origen, un amor de siglos y siglos, sus raíces oscuras conectando en algún lugar de niebla con nuestra sangre, hermanándonos, nos queda el poder verlas, tocarlas, ofrendarles algo de agua, nitrógeno, fósforo, potasio, podarlas, mimarlas, embellecerlas, y en el centro más ignoto de nuestra pesadilla poder sentir su presencia lenitiva, agradecer, esperando el fin de la jornada laboral, saber que mañana seguirán ahí, en nuestras cárceles, salidas de emergencia en callejones sin salida, algo tienen que ver también con la mística, con lo metafísico, con las alas y las alturas de tan en tierra.
Tenemos, además, la torpeza inveterada, nuestra indigencia contumaz, el abandono, la sed, la ceguera, tanta y tanta necesidad, plantas de interior, cómo no adorarlas.