Siempre me pregunto si en el bosque de ánimas
reposan los diez sucres que le robé a papá,
o si su pipa mugrienta puede rellenarse con carachas frescas
para achicar las distancias entre el punto A
y el punto negro en su ojo izquierdo que luego se hizo catarata,
o si la colonia de caballo que usaba para que no me dé aire a las 3 a.m.
la puedo utilizar ahora para desenterrar los cadáveres que arañan el suelo
y claman por un té de jengibre para combatir su proceso de putrefacción.
No creo que papá me preste su soga con la que amarraba sus esperanzas,
no ahora que repito la palabra soga y quiero trenzar mis barbas
(que también son sus barbas)
y con soga y barbas acicalar mi manzana, mi cuello
y luego hacerme un manto de hebras y pelos que terminen de sepultar los genes que alguna vez compartimos en el arco fusilado de la tarde,
en ese recóndito abismo, donde,
con motosierra en mano, papá separó en átomos el silencio
a la vez que por la ladera de arcilla virgen resbalaba su sangre
junto al tallo cercenado de su preciado guayacán.