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Crónicas

Ser huésped en Issyk Kul

No domina el lugar, no lo transforma: simplemente aparece, frágil, insignificante, como si estuviera probando suerte en un planeta que nunca fue suyo.

Me bajo del autobús. Nuestro guía lo ha dicho y yo sigo sus instrucciones al pie de la letra. Lo primero que hago al tocar tierra con la suela de mis botas es frotarme los ojos: el reflejo del sol en la tierra me ha deslumbrado. Me coloco las gafas, que llevaba en la visera de la gorra, y observo a mi alrededor. Enseguida me doy cuenta de que el bus me ha llevado a otro planeta. La luz es distinta, el aire es seco, las montañas parecen hechas de fuego. Estoy en Marte.

Una vez asimilo el lugar en el que estoy, miro a mi alrededor y algo me sorprende: ¿Desde cuándo hay humanos en Marte?

Se mueven con naturalidad, pero no encajan. Caminan, se sientan, se hacen fotos. Sin embargo, en este paisaje parecen piezas colocadas en un escenario que no les pertenece. No son exploradores conquistando un territorio, sino visitantes perdidos en un decorado inmenso, con miedo a perderse o a romper algo.

Lo observo y pienso que aquí, en Issyk Kul, el ser humano es un extraño. No domina el lugar, no lo transforma: simplemente aparece, frágil, insignificante, como si estuviera probando suerte en un planeta que nunca fue suyo.

Pienso que hay muchos lugares a los que no pertenecemos, nos convencemos de que todo rincón puede ser conquistado.

Que cualquier sitio puede ser nuestro hogar si permanecemos el tiempo suficiente; pero no es así, pues hay lugares o personas que existen para enseñarnos a ser huéspedes y no dueños.

Tal vez, lo verdaderamente humano no sea conquistar cada tierra, sino aprender a caminar en silencio, aceptando que algunos mundos, lugares o personas, son como Issyk Kul, que solo se nos prestan por un instante.