El ostinato de piano en ‘The Scientist’, de Coldplay, me lleva a un territorio emocional y metafísico en el que trato de entender por qué ese día no ocurrió de forma distinta, como en las composiciones más tristes de Schubert o en esa lágrima que se te cae sin querer al mirarte al espejo, al ver sus fotos, al evocar sus recuerdos.
Se trata de una soledad distinta, más perversa, que tiene ver con estar rodeada de personas y aún así sentirte vacío, muy lejos de ellos y de ese lugar. Algo abisal y sofocante.
Después de la ceremonia de despedida, particularmente triste y emotiva, de verle por última vez, me subo al auto con la mirada perdida, a punto de desplomarme y con una sensación de venganza por primera vez en mi vida.
Me pongo los auriculares y aleatoriamente aparece ‘The Scientist’ en el reproductor de música. Entonces, sólo así, encuentro un tipo de paz en bucle. Puedo sumergirme en el dolor sin miedo. Floto a la deriva. No necesito nada. Sólo ese carrusel decidiendo por mí, manejando la disociación y retrocediendo el tiempo a mis necesidades.
It’s such a shame for us to part
Nobody said it was easy
No one ever said it would be this hard
Miro por la ventanilla del auto a los ojos de esas personas y no quiero únicamente justicia, deseo venganza, y por primera vez se activan fibras de pánico que no sabia que existían.
La incertidumbre, el chantaje, las amenazas, la muerte.
I had to find you
Tell you I need you
No es un texto de denuncia, son las huellas leves de un dolor enorme disipándose en los loops de una hermosa canción; una comprobación ordinaria de que existe alguien al otro lado la necesidad de traspasar la pantalla y dejar que tome mi mano y sentir algo de tibieza.
Somos nombres, imágenes y pseudónimos bajo la magia egoísta de algoritmos deambulando sin rumbo, que a veces colisionan y a veces se acarician. Cualquiera de las dos opciones sirve ahora, en este momento, en el que no estoy diciendo nada y a la vez lo digo todo.