El Mundial ya comenzó.
La cascarita callejera del 15 de noviembre en las calles del Centro Histórico de Ciudad de México entre manifestantes y granaderos fue el pitazo inicial de un partido extracancha que promete durar más de 90 minutos; incluso más que los reglamentados y azarosos tiempos extras y las tandas de los penales.
El duelo callejero -sin otro árbitro que la interpretación de las manipuladas estadísticas de tiempo de posesión y toques atinados o fallidos- marcó el comienzo de una serie de enfrentamientos entre dos cuadros desiguales y ficticios.
De un lado de la cancha, un cuerpo de represión fantasmal, al que la misma liga profesional -dueña del embute y la trampa- había dado por desaparecido como esquirol de la sana competencia del libre tránsito por la empedrada hierba. Y, por el otro, una formación de “bots” que parecieron andar por el césped -tan campantes y llenos de voces y gargantas vivas- como extremos por derecha (como si el centro delantero fuera un engañoso medio volante) sin esquema ni posición fijos.
Fue un partido (con tribunas separadas por un hilo) desigual que, como suele pasar con tales inquietudes, terminó con la esperada violencia dentro y fuera de la grama. Más allá del marcador, siempre a modo para los narradores que confunden colores con herejías, el desencuentro se pobló, palmo a palmo, en un aviso, en una amenaza, finta de patadas: es el primero de muchos ensayos, de muchos combates. El respetable -a nivel de piso- exclamó: “No habrá Mundial, miserables; queremos justicia no futbol”. “Basta de muertos, desaparecidos, de falta de medicinas, de desempleo, de jóvenes asesinados como racimos”. Camisetas bañadas en sudores y sangres. A la izquierda del campo, la míster del campeonísimo, con nazarenos y jueces de línea de su uniforme (informe) lado, buscaba en el ariete la zaga: “El pueblo es nuestro estandarte; son unos cuantos violentos, las agresiones nos hacen más fuertes, el público nos quiere, lo sentimos”. Pleito de declaraciones sin pelota ni estrategia de por medios creativos.
Plaza convertida en plancha. Burla y drible. “No habrá Mundial, no habrá Mundial, no habrá Mundial”, repetía el estribillo de los visitantes en estadio ajeno. Ajeno por colocación de las barreras para evitar el tiro de castigo: la fotografía de las primeras planas de los diarios de mañana, del mañana. Desde Tokio 64, los grandes certámenes deportivos han sido causa, motivo y fin de la aversión social contra el gran capital y su promesa de “agacharse” ante las penurias y la desigualdad de los potreros de arrabal en los que suelen levantarse estadios para ilusión pasajera, y el olvido. Los carrileros de la protesta avanzaban por Reforma, Juárez -Madero es un tapón central-, Cinco de Mayo hasta llegar al borde del área chica de la política interna con insignias casi nobles, casi inocentes, aficiones poco acostumbradas a los grandes clásicos: el pueblo unido jamás será vencido; México, México, México; pueblo escucha, esta es tu lucha. El cachún de los que desconocen los cánticos bélicos de la grada para estos menesteres. Cuando la candidez no dada para más recurrían al simplón e inocuo cielito lindo o al ya gastado y ajado “un soldado en cada hijo te dio”. Desigual litigio hasta en las proclamas y las arengas. No es lo mismo jugar en empastados que en lodazales del llano en llamas.
Las Barras Bravas despachaban en la portería contraria. Herederos de la violencia, militantes de la bravata y la camorra, los de la escuadra arribista esperaban el punto de quiebre del tiqui taca. El tan esperado “momento del partido” llegó antes que temprano. La Cámara Húngara -que no tenía nada de vals o de rapsodia- se armó en los limites de las equinas donde despacha, y reside, la cancerbera del líder de la tabla: “¡Fuera Claudia! ¡Fuera Claudia! ¡Fuera Claudia! Gritaban los hinchas del descontento. “Mucho mundial, pero más muertos y desparecidos”, decía un aullido entre la gresca cuando el reloj ya avisaba el tiempo de descuento. La felicidad -decía ella, en las postimerías de la partida- es la firma de autógrafos de los simpatizantes de “la transformación”. Transformación que juega, a veces, con la franela de la restauración.
Agazapados, los stoppers del once de casa esperaban el contrataque desde la meta, casi vencidos, casi añicos. El jugador o la pelota; nunca ambos, se decían entre leñadores del oficio. Tenso empate en el fragor de la batalla. Luego, en la recta final, los escudos se volvieron ejército; artera respuesta del desaguisado. La plaza se vació de rivales: banderas tricolores regadas en el charco del orgullo. “Ahora no se pudo, pero nos vemos en la otra. Y en la otra, y en la otra”, gañía un gaznate entre los heridos. “¡El Mundial, tu puta madre!”, adobaba un gemido al otro lado de la explanada.
La interpretación del sueño o pesadilla del match, como pasa con los clásicos en los que las ciudades fragmentan sus colores será marchita, lánguida y truncada: la crónica a modo de la hinchada; derrota o victoria según la narrativa de la bancada. Habrá Mundial en el verano, jugada segura. La pregunta es una apuesta: ¿cómo llegarán los cuadros a la cita? Al balón dividido del sábado pasado se le juntan vestidores alterados y tribunas en trifulca: para entonces, ¿cuál será la alineación de un equipo en el que el águila parece tragarse y ser tragada -sin varia invención- por la serpiente?
El 15N fue un partido de primera ronda de un calendario lleno de cruces, de anemia y de zozobra. Debate de apariencias en el que la libertad ha perdido por goleada.

