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19.44

Llegué en punto de las 16.44 horas, un minuto antes de lo acordado. Ella también fue puntual. Me sonrojé. Como hoy. Como siempre. Fue entonces que escuché «hola» y supe que –al instante –me sobrarían ciento setenta y nueve minutos para el resto de la historia.

Y antes de hacernos viejos
Y hablar de nada

Hablar de nada; Viva Suecia

En ocasiones el aire corre en dirección incorrecta. Siempre es la errónea, siempre es contraria a la dirección a la que me dirijo. Es posible, naturaleza humana, necedad crónica.

Creí, por un momento haber divisado un parquímetro más cercano. No era así, el más próximo estaba a una cuadra y media del punto en donde me detuve. Lo que en realidad vi fue un exhibidor de un salón de uñas con gelish. No quedó de otra más que caminar y mirar a los ojos a Eolo, dios del viento. Encendí las luces intermitentes e inicié el recorrido rumbo al dichoso parquímetro. No es que temiera ser sancionado, en esta ocasión, por un dios griego, sino por la autoridad competente de la secretaría de movilidad de la CDMX. La acera era angosta, más que en otros puntos de esta urbe, una ciudad en la que se puede encontrar estructuras de concreto que impiden el paso del peatón en puntos donde las avenidas son de alta velocidad.

Antes de iniciar mi andar, giré la cabeza buscando algún empleado con la intención de colocarle una “araña” –dispositivos de inmovilización vehicular– a mi coche. No lo había, o al menos ninguno en mi línea de horizonte, así que me dispuse a caminar con prontitud al parquímetro. Inserté en la ranura $30.00 en monedas –equivalente a unas tres horas flat–, pero no había garantía que fuese a consumir todo ese tiempo. 

Pagué y al recibir el comprobante, tomé conciencia que estaba sentenciado a hablar todo aquello que soñé en tan solo tres horas (y contando). En un momento tuve la sensación de estar subiendo a un elevador al consultorio del dentista, incómodo siempre. La marquesina blanca y brillante del local de café era apenas perceptible por este ojo humano, el mío. El primer tramo, unos veinte metros diría yo, intenté recrear una conversación en la que yo –ser interesante por naturaleza– me mostraba coqueto y misterioso al tiempo. El sonido de un claxon por la calle me sorprendió soñando y esfumó tal escenario de inmediato. Mejor el claxon que ella al momento descubrir mi timidez y lo enrevesado que puedo llegar a narrar cualquier anécdota. 

Seguí caminando, pero de pronto me pareció como si la marquesina se hubiera alejado. La percibí de menor tamaño a la que originalmente la había registrado, inclusive después de recorrer ya un pequeño trecho. Esto provocó –de alguna forma– que cruzaran por mi mente otros escenarios no contemplados, desde que ella no se presentará hasta que tuviera algún compromiso ineludible media hora después. La luz verde del semáforo me hizo parar en seco y quedé a un paso de ser arrollado, no sólo por mis miedos, sino por un auto que arrancó veloz tan pronto como pudo. 

Alcé la vista, pero el cartel seguía igual. No sorprendía. De pronto, experimenté la sensación de haber caminado toda esa tarde y que, como en sueños recurrentes, no llegaría jamás al destino. Volví, valiente, a ensayar la forma de desenvolverme una vez que la viera llegar (si es que lo conseguía). Desempolvé a los grandes poetas y ensayistas, a los cantaores y los letristas, a las novelas de Sacheri y a cuentos que ficcionan la vida como ejercicio lúdico. Regresé a la música de Vetusta Morla y todas canciones de que me han acompañado siempre. Inhalé profundo y pude –por fin– ver el letrero tan solo unos pasos delante de mi.

Llegué en punto de las 16.44 horas, un minuto antes de lo acordado. Ella también fue puntual. Me sonrojé. Como hoy. Como siempre. Fue entonces que escuché «hola» y supe que –al instante –me sobrarían ciento setenta y nueve minutos para el resto de la historia.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.