En principio, nada parece ser nada en la bruma de esta modorra y en la permanencia entre estos muros de ceniza. La profundidad se mide con la distancia del ojo a la mano borrosa y la repentina vela, con el cariño consciente de las sábanas, llenas de fallas geográficas, y con los muslos de Estefanía enroscados a los míos, tibios desde su cintura y su entrepierna, fríos en tanto más se deslizan mi piel y mi mente hasta sus pies descalzos. Ahora se disipan mis fantasías y mis ojos; ahora me confío de engendrar con ellos lo que comienza a brotar por su cuenta, aun a sabiendas de que siempre estuvo allí: el escritorio y la silla, descoloridos, a la izquierda; la computadora, como un pozo horizontal, encima; el vestido de flores, la blusa de tinte mantequilla y un overol azulado, dentro del clóset. Las cortinas dejan entrar alaridos de luz callejera por sus rendijas de pasta negruzca.
He de volver. He olvidado cómo leer la hora pero la boca de la noche tardía me obliga a volver. Me distraigo un fragmento de nada en arrullar el carrillo de la mujer dormida y en disipar su cabello, en una labor huera. En la sala me calzo, me envuelvo en un suéter y me despido de León, que ya no ronronea sino que se estira sobre los dos metros del sillón, encantado por la magia de su nombre, bostezando con los dientes de sable de fuera. Encorvado, tras echar el cerrojo, mi mirada conversa silenciosa con el adoquín y de a momentos se cruza con los aldabones de los apartamentos contiguos. De las escaleras al elevador, cada uno en un edificio gemelo, hay una pasarela suspendida que se alarga en cada paso a menos de que su punto final se ignore y se pierda de vista. La caminé de espaldas. Al accionar el elevador no entiendo por qué no únicamente cerré los ojos. Este segundo espacio es tan absurdo como el puente y ambos parecen estancias de presentes inmóviles pero continuos.
Aunque camino ya hacia mi auto, custodiado por la luna y su collar indefinido de luciérnagas, sigo dualmente en las entrañas de la cámara descendente; estoy sentado en el asiento del conductor esperando a que me llegue el calor y a la vez estoy mirando la laminilla en la que se van sucediendo, en números cuadrados y encendidos, el piso 3, el 2, el 2, el 2. Mi presencia en el ascensor es constante, no logro deshacerme de ella. Yo aquí, yo allí. Tallando los ojos logro romper la ubicuidad y ya soy sólo yo con el volante, con el giro de llave y con aquello que se me revela cuando los faros delanteros alargan las cavidades del espacio. Pienso en el mensaje de aviso que tengo que mandarle a Estefania y pienso en la pesadilla, que ahora noto que no se ha disipado, y que creo que sólo se disolverá si la aplasto en un relato. No obstante, la inspiración está muerta y me reservo de sacar el celular cuando arranco y, tras unos metros, comienzo a descender por el camino de la espiral, perpendicular al suelo y a la bóveda celeste, que me lleva de regreso a casa. Tras salir de la estructura enroscada, trueno sobre Avenida Cuauhtémoc y procuro ignorar las fauces de las víboras erguidas y brillantes en las banquetas.
Mi corazón corre. Ya lo he visto. Acomodo el retrovisor. Me impaciento. El Perseguidor. Desde las primeras cuadras lo vi salir de un cruce de calles. Tomo una fugaz vuelta en U y regreso a la hélice, después de haberlo calculado a la distancia de tres cuadras, y ahora acelero, ahora ascendiendo sobre la estructura circular, con los ojos pegados al espejo para comprobar si sus luces me logran dar caza. Con temor, mi mirada salta de la zaga, el camino que dejo, a los asientos traseros y a lo que ocultan, más bien, detrás, en la cajuela, donde un llamado incesante siembra en mí una angustia ininteligible. Conforme avanza la máquina, me siento presa de la posesión de un secreto impronunciable, agendado en la confidencia del maletero, que pesa con la cualidad de un tesoro persecutorio. Y qué es. Y qué es sino ansiedad corrosiva y el aroma de una pista inasible, fruto de una pesquisa eterna con la que huyo y cargo, ignorando sus cualidades, de materia únicamente sensible, como silueta del pánico.
Logro torcer hacia Cuauhtémoc. Continúo. Manoseo mis bolsillos y extraigo el teléfono. “¡Me van a matar, Estefanía. Me van a…”. No lo entiendo. Me detengo en un rincón de oscuridad y borro lo escrito, lo que será y ha sido un grito, lo que aún no tiene por qué ser y que alguna vez ya ha sido. Mi imaginación es una paramera infértil, vacía. Salgo por un instante, con la intención de dejar para otro momento el mensaje, y siento el efluvio del asfalto vivo y gélido. No tendría por qué revisar la parte trasera del auto, pues sé que soy inocente, pero, nervioso, me veo ya echándole un ojo:
El acuario impasible se sumerge en la colosal caverna de cubiertas azules.
Tengo que orinar. Aparto a Estefanía con suavidad y lo hago en silencio, con la puerta frente al retrete abierta pero con la luz apagada, cual cómplice del mutismo y lo secreto. León, el pequeño, se activa únicamente cuando el sol se oculta y ahora se ocupa en perseguir ovillos de estrellas. Los reflejos opacos me ahorran la necesidad de mirar la hora. Es tarde. Sin prisa, me ato las agujetas y repaso con mis labios las palmas de la mujer dormida. De vuelta en la pieza principal, el monumental León de Nemea se relame los bigotes. La lámpara del pasillo parpadea. Cruzo el puente como quien sale de un templo y caigo en la habitación móvil, repleta de silencio. De vuelta en el auto, me voy, manteniendo una velocidad lenta, pero constante. Bajo las dos ventanas delanteras cuando percibo que la cabeza me arde como un foco de cristal recién extraído del horno. Cabeceo y aprieto los párpados brevemente. Mi cabello está húmedo y mis manos aguadas, ardientes. Los soplidos de la ventana son llamas, los faroles arden enfilados y la luna, regidora de lo oculto, parece una superchería en su entorno iluminado por lenguas anaranjadas. El ente de la cajuela golpea desde su celda los asientos traseros puesto que se abraza. Pero sé que no hay nada, ni bulto, ni acuario, ni mundo encendido; lo niego. Sólo hay inquietud y ansias de que alguien descubra aquello que ni siquiera sé y que está en la cajuela y en el pecho, o en todo lo que me rodea y que está en mi contra, y en el sudor y el aire que no entra a mis pulmones aunque jale y engulla aferrado de sus cordones traslúcidos. El pavimento se desencaja. El Perseguidor ha recortado las distancias entre los autos, pero cabeceo, desentendido, como si mi cuello estuviera enroscado por un resorte. Se me hunden los ojos en las comisuras. Los aplasto con las palmas.
Me tengo que ir. ¿Qué hora es? El animal juega a los pies del colchón y ella me ha dado la espalda. El cuarto sigue siendo una caverna ahíta de sombra, pero permanecen la silla y mi imaginación que colorea las blusas y los pantalones y el escritorio y mi respiración ha cambiado para apaciguar a las bestias de las pesadillas. Me dedico a sentir el aire pausadamente como espíritu en tránsito por mi cuerpo y a hacer cognoscible mi condición de estar en un colchón, con sed, en un cuarto piso y en no sé dónde más porque sólo sé que tengo sed y que tengo que ir a la cocina, descalzo, para después regresar a casa, saciado, refrescado. Tomo un vaso, León me ha acompañado, animalito diminuto. Bebo con calma. La cocina es tan alta, y creo que es de pésimo gusto el cóndor disecado sobre el friso de la puerta. El gato lo observa, como si estuviera vivo. Parece que lo impreca en silencio, con el bisbiseo mesurado de los felinos. El ave, aunque terrorífica, me inspira confianza. Me es imposible recordar si ha estado ahí por siempre. Abandono las últimas gotas en el fondo del vaso y dejo la cocina con el rugido de la mayestática bestia de melenas a mis espaldas, absorbida por la taxidermia. No he dejado piezas de mí en el elevador. Conduzco apaciblemente por continuas cuadras. Estoy tan solo que en las calles despobladas camina soltera la luz prostética y discute el viento con los cables de electricidad. Y eso es todo.
Entonces comienzo a ver la publicidad apabullante. Primero fue en una parada del trolebús; luego aparecieron sobre las azoteas y empezaron a caer como obuses en mi inconsciente. Me dicen que tengo sed. Los mosaicos que iluminan las botellas de agua y aquellas que hacen lo propio con su esqueleto de neón comienzan a aparecer en cada esquina, en las ventanas de los condominios, en los semáforos: botellas de agua por doquier; un árbol calvo ha sido cercenado y esculpido para asemejarse a una. Es una maldita locura. La distracción me ha hecho pasar por alto las rendijas abiertas de mis cuatro ventanas por las que gotea agua pura. Los botones que accionan su clausura están trabados. Es el complot de la publicidad, pienso, y comienzo a apartar a manotazos el agua que cae por mi ventanilla más cercana. Un accidente abrupto lleva a mi mano a accionar torpemente los botones, que a su vez llevan a los cristales a retraerse bajo el caparazón de la puerta. Ahora manan cascadas; brotan de la esterilidad del viento de fuera, pues apenas cruza este por la rejilla inasible de las grietas del auto y se transforma en cataratas burbujeantes del mismo tinte de los frascos en los anuncios. El líquido fosforescente inunda los asientos y empapa mis vestimentas. La laringe me arde. La materia se me escapa de las manos y no puedo llevarla a la boca. Mis pupilas se encogen por el brillo de la alberca. Me ciego. Me detengo. En la esquina asoma una claridad tímida de una abarrotería abierta a la que me acerco con la ropa completamente seca, apenas y con diminutos lunares coloridos sobre la tela, como si hubiera sido apenas rociada por un arcoíris enfrascado en una botella. Detrás del aparador hay un hombre de cuerpo magro, enjuto como una espiga, flemático como una piedra. Pido agua. Entre nosotros sólo existe el brillo de los focos y el sonido incidental de un ventilador encerrado en un refrigerador. Pago y a la vez voy cayendo en la cuenta de que los armatostes de la despensa son de madera antigua y corroída y que diversos objetos a la venta sobrepasan el umbral de lo habitual. Veo clepsidras, lipsanotecas y gorros frigios colgados de ganchos clavados a los muros. Intento tomar uno de su perchero pero un clavo lo mantiene fijo. Veo un peculiar cóndor momificado, con las alas abiertas, imponente.
–¿Le gusta?
Sorbo. Callo. Asiento. Afuera he visto a un auto que se ha estacionado frente al mío. Algo observo en los ojos de la bestia muerta que me enciende y sosiega. Exploro nuevamente la cartera y suelto unos billetes sobre la mano extendida. De vuelta en mi vehículo prefiero depositar la escultura en el asiento trasero, temeroso de lo que pueda revelar el maletero. Antes de montarme tras el volante, siento posarse en mis hombros el dosel titánico de una mirada. Enciendo el motor con urgencia. Necesito huir. Necesito la palabra. Tengo que irme. El Perseguidor. Tengo que marcharme por siempre, reafirmarlo como producto racional, hacerlo texto, librarme.
Ahora no me he despedido, ni de ella ni del felino. Mis agujetas raspan el empedrado y he corrido sobre el eterno viaducto hasta que mis pulmones chiflaron y se agarrotaron. Sigo las reglas. Luego, el montacargas vuelve a ser eterno. Las paredes se mueven, la maquinaria murmura, pero la laminilla me sigue diciendo que estoy en el 2, que estoy en el 2, que estoy en el 2. Dividido por segunda ocasión, dos veces presente, revoluciono el motor y acelero a fondo, y sigo en el 2, y entro a toda velocidad en el caracol, y sigo en el 2. En la sempiterna curva siento que el camino sufre una ligera inclinación y que el eco luminoso de la luna se acentúa en tal extremo. Sin mermar el empuje de mi pie, llevo el vehículo a la orilla y la mitad de mi cuerpo, sin soltar el volante, fuera de la ventana. Lo veo. En el centro del bucle, que se eleva como una antena perenne hacia Dios, el astro nocturno rota sobre sí mismo y noto que estoy montado sobre el eje, inalcanzable, infinitamente distante, del compás de los infiernos. Y sigo en el 2 cuando doy el volantazo hacia Avenida Cuauhtémoc. Y sigo en el 2 cuando viene, pisándome los talones, El Perseguidor. Acelero. El camino se angosta y las paredes de las casas empiezan a tornarse marrones. La caza discurre cada vez por caminos más estrechos. Empuño el volante como si en ello se sostuviera la vida. Los golpes de la cajuela perforan las capas del ruido violento de la noche horadada, del silencio del elevador en el segundo piso. Pareciera que la ciudad se retrae sobre sí misma en los instantes de la huida; que nos adentramos en su corazón agreste. Las casas son árboles ahora mientras el paisaje surca las ventanas de mi coche, que ocupa la delantera. Ahora hay sólo un carril. Los árboles ya son árboles y nada más. La velocidad enreda el camino de las llantas mientras estas se tropiezan con las raíces de los álamos que cierran el cauce. Mis bíceps amarran al manubrio como pueden, desde el control de los nudillos. A la distancia, una parvada de cóndores se eleva en una imagen imposible. Noto que el ave momificada en el asiento ha desaparecido. Las ramas arañan mi rostro y mis puños, de los cuales ha desaparecido el disco, como una disolución en el aura, y corro frágil y pavoroso mientras los pájaros pasan de largo, revolviendo mi cabello. Cuatrocientas garras han arremetido contra El Perseguidor y su máquina. El vehículo se eleva y se pierde en el horizonte. Con las manos en las rodillas y el cuello laxo cierro los ojos y lloro. Pero no grité lo que había de gritar y lo que había gritado alguna vez y lo que no estoy gritando ahora que sigo en el segundo piso y en el bosque y en la ciudad. Las lágrimas limpian del lugar las hojas y las aves gárrulas y me encuentro otra vez en la intersección de la tienda de abarrotes donde había abierto y donde abriré ahora la cajuela del acuario. Pero no hay acuario, ni tampoco ente aprehendido, maniatado y torturado. Entonces vuelven el ingenio y la mente, el aliento y la conciencia. “Ya me he ido. He tenido un sueño espantoso, mañana te cuento. Te amo”. Enviar. Las letras se derriten, el agua de la pantalla y la tinta caen en mis manos y se zambullen, uniformes, como en arena, en mi piel.
León ruge, escultural, desde el sillón sobre el cual se monta como si fuera un taburete. Imposible. Echo llave y me doy a la carrera sobre los corredores de piedra. Imposible. Cierro los ojos para abrevar el cruce. Piso 3, piso 2, piso 2, piso 1… Doy vuelta en Cuauhtémoc. Nadie en pos. Nadie en la segunda planta. Nadie en la cajuela. Se ha escapado. Me he escapado. De mí mismo y del Perseguidor. Acaso por siempre. Entonces fue posible y conjeturo que el mensaje y la toma de conciencia han expurgado a la pesadilla. Ahora falta el texto y la catarsis. Las moradas en las avenidas son nuevas como el camino donde ya no existe un caracol de asfalto infinito, descendiendo y ascendiendo hasta los confines del todo y la nada. Los pétalos en las jardineras gotean rocío. Una delgada hilacha cimienta la cortina de la noche y comienza a desgarrarla. En aceras novas, hombres de blanco rasguean el polvo con sus escobas. Hay coches lejanos que no van a donde yo voy. La bóveda celeste comienza a ver nacer figuras de textura y profundidad, pinceladas que fracturan la inmensidad tersa del antifaz de la noche. La paz del instante me acuchilla a traición con infamia y mis ojos, víctimas de su trampa, se dejan entrecerrar por los artificios del desahogo y el descanso apoderado, desfigurando el paisaje. ¿Es el día?, ¿es ésta la lúcida verdad?, ¿han muerto las estadías en el infinito? Acaso las llantas no tocan el suelo y acaso ya no soy maestro del volante. Flotando sobre chorros de luz, escucho un latido discreto que no surge de mi pecho. Entonces descanso mi oído con ternura en su espalda y oigo su corazón desesperado que quiere dejar de ser cautivo. Luego, arritmia. ¿Dónde está la luz? Tomo a Estefanía en mis brazos y la contengo del temblor de los pulsos crecientes. ¿Dónde está la luz?, la cuestiono, desesperado. Pero los latidos están en la puerta. León araña la madera. ¿Dónde están la luz del alba y las hojas rociadas y los hombres de blanco y el camino y el cierre que desbarata la noche? Me he quedado dormido cuando descubro que no es ella, ni su alma, ni la puerta, sino la presa echando abajo los muros de la maletera. Los telones se apartan de mis ojos y mis manos tantean en búsqueda del manubrio, que pronto asen y reinstalan al auto en el camino. Mi mirada va retomando las líneas del asfalto. Al fondo, los candiles de los postes comienzan a encenderse como si las previas escenas hubieran sido un eclipse con acción en espejo, nutrido de la falaz vida existente en el ojo de un huracán, y, como bajo el efecto de una parálisis de desvanecimiento, entreveo que la calle en los lindes del horizonte se empieza a enrollar y a elevarse hasta los reinos de las nubes. El teatro de la ilusión se cae. Los edificios pierden su piel del día, los barrenderos se retuercen hasta personificar las siluetas de los fresnos y los obeliscos eléctricos. Estoy entumecido por la parálisis del horror y mi pie ha atorado el pedal hasta estrangular el engranaje. Los bufidos monstruosos se revientan desde el capó. Recorro las calles y sus casas como si pasaran a cuadros por segundo. Creo que los asientos traseros cederán a los aporreos. Enloquecido, estrujando las pupilas hasta el límite de sus órbitas, veo pasar el mismo panorama en cada momento, a mis costados, delante y en la ranura de mi espejo, a la manera de un carrete, y todo se repite como para convertirme en un títere sobre un fondo caricaturesco que gira en su pequeño diámetro de cinta, sobreponiéndose a sí mismo en una continuidad vana. La velocidad alcanza a superar lo perceptible mientras voy penetrando un aglutinado de color que ya no es calle, ni día ni noche, ni ausencia ni presencia, sino todo a la vez, y el millar de imágenes de persecución sobrepuestas dan vida, entonces, desde la matriz del color, al metraje fijo y real de mi delirio, sin celeridad sensible, con las imágenes estacionarias del auto detenido, inmóvil, frente a la abarrotería.
Nadie a la redonda más que el suspiro de la ciudad. Mido el ritmo de mi respiración para calibrar mis angustias. Encerrado en la noche, acepto que he sido alcanzado. Mi corazón es un segundero dentro de la cajuela y mi pecho, dinamita en los instantes previos a su explosión. Mis pies ruegan huir pero no entiendo cómo las calles no pueden ser suficientes; los bosques, escasos; los rincones, abras expuestas a cualquier tifón; las fortalezas, andróminas que me encierran en compañía de la rabia, lo irracional, las bestias de los grandes paroxismos del pánico. El Perseguidor circula el auto y, con más cobardía que pleitesía, oculto mi rostro bajo mis brazos. Extraigo el teléfono de mi bolsillo. “¡Me van a matar, Estefania! ¡Me van a matar!”.
Repentinamente: la noche espesa, Estefanía, León, majestuoso, custodiando a los pies de la cama, y mi espíritu, en 8, entre un cubo de muros de ceniza.