A solas.
El gijonés Luis Enrique ha desaparecido del césped a la alcurnia del Internazionale de Milán en una final manuscrita en Múnich.
Hijo del esfuerzo obrero, maestro de la resistencia de la comuna sobre la estratificación y la especialización, el míster del Paris Saint-Germain ha demostrado esta noche bávara que el futbol sigue siendo un pasatiempo de clanes en el que lo fundamental es el objetivo del once, por encima de la pomposidad del talento individual; sea del nueve o del diez o del cinco. El excentrocampista, modesto a pesar del palmarés, regresa al cuaderno de antes de la guerra: en el campo, yo es nosotros.
El club francés -multimillonario y capitalista hasta lo absurdo- encontró en un hombre testarudo al jefe ideológico de la liberación del maleficio del desengaño. La sociedad mercantil, siempre en la media cancha entre la sospecha y la legalidad, imploró a técnicos y figuras de marca registrada con onerosos honorarios por sus servicios -siempre mezquinos-para ganarse prestigio en un vecindario que siempre le ha atisbado con suspicacias y recelos.
Al final, apostó por la ascendencia gremial de Luis Enrique y ha obtenido -cuando menos lo esperaba- la diadema de la Europa pos Messi y Cristiano. Camarada de genios en sus años mozos como futbolista (campeón olímpico en Barcelona 92), el entrenador ha demostrado tener bien parados los tacos en el pasto de la élite mercante. Cuando las grandes compañías hablaban de Guardiola, de Ancelotti o de Mourinho, como ejemplos del éxito accionario, el exjugador del Atlético, del Barsa y del Madrid se dispuso a seguir el manual de la cooperativa en el que se estipula que defiende el que mejor ataca y se va al borde del área contraria el que cumpla con merecimientos del acecho y la marca puntual en largas y estudiadas jornadas de trabajo. Luis Enrique Martínez García hizo del París un cuadro de horas extras y estímulos por alto rendimiento. Un taller de hidalgos.
El bono recién estrenado en la final de la Champions League celebra una disciplina de 24 horas por siete días de la semana. Un contrato colectivo de alta presión desde un banquillo administrado por un obsesivo de los detalles en el pie de obra: de sólida materia prima y finos y eficientes acabados para cualquier terreno.
Lo visto en Múnich avala la labor de fábrica de un ofuscador del pase atinado, de la apertura de espacios y del exquisito celo por la seguridad en la zaga. No le ha fallado nada al Renault sedán que Luis Enrique presentó en la final europea. Ha sido un largo mayo francés -sin ausencia de Sartre- el del Saint Germain, justo cuando la pelota exigía una nueva forma de confección; más agraria, si se quiere.
En una época cargada de primeras personas, dentro y fuera de la cancha, el club parisino ha retomado el significado de la reunión de virtudes y defectos, y con averías y desplantes ha conducido un estado de ánimo comunal a lo sublime del espíritu del balompié. Jornalero de altos bríos, el jefe de sección rescindió contratos millonarios a famosos CEOs que creyeron que su ilustre lastre daba títulos y heráldicas. En cambio, armó un conglomerado de almas dispuestas al sacrificio particular para saldar la voluntad común. La emancipación del técnico ha producido un sistema de tesón en el que el mandato es ganar, pero no sin agradar no sin congregar.
El PSG hizo ver fácil un juego de por sí sencillo. Allí el mérito de Luis Enrique: lo enrevesado es eliminar toda pomposidad y barroquismo a un deporte sustentado en las elementales reglas comunitarias de pasar la pelotita al que la espera, al libre y al que sabe qué hacer con ella desde antes de tenerla en las botas. Sencillo. El afán es “descomplicar”. Y así, sin ornamentos volver al ornato; a la artesanía en overoles.
La luminosidad de los muchachos de Luis Enrique se debe a eso. A que la luz propia no sirve de nada cuando oscurece al resto. El brillo del deporte más obrero es consecuencia de la diafanidad de la congregación; la contradicción marxista se produce justo en uno de los conglomerados más opulentos y adinerados del continente.
El líder -como los grandes escultores- quita mármol que sobra a la obra. El resultado es el Rodin que desde esta noche se acomoda en el barrio de París en el que el 28 de mayo de 576 murió Germanus, al que otros llaman amistosamente San Germán de París.