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Editorial

Carlos Vela: jugar en chanclas

De Carlos V. –como se hacía rotular en el dorsal– se podrá decir, escribir, polemizar o discutir una buena cantidad de cosas. Yo, Juan Pablo, le tendré en el sitio dónde guardo la felicidad.


Me parece que los viejos partidos de fútbol –y viejos son desde el instante en que el árbitro los termina– pueden ser un camino hacia la nostalgia, hacia el recuerdo, hacia el eco de una gran alegría. Pero nada más. Son sombras. Ya dejaron de ser fútbol.


Eduardo Sacheri; Las llaves del reino

Oliver Stone (Nueva York, 1946), presentó dentro de la Sección Oficial del 64 Festival de Cine de San Sebastián (Donostia Zinemaldia) el largometraje Snowden, sobre la vida de Edward Snowden, el informático que tuvo el arrojo de informar al mundo el teje y maneje de la NSA, Agencia de Seguridad Nacional en los EEUU (National Security Agency en inglés). El filme, a pesar de no estar compitiendo por la Concha de Oro, tuvo un buen recibimiento por la crítica y el público en general. Ahí me detengo, o seré más preciso… yo fui parte de ese público en general al acudir a una de las salas del Kursaal –esa joyita de Rafael Moneo– donde se proyectó la película de Stone. Lo hice una mañana de septiembre. El otoño apenas había asomado cabeza en el año de 2016.

Esa semana, entre mis múltiples actividades –la degustación de 267674664 Pintxos, una visita a Hondarribia, pisar el Guggenheim de Bilbao y charlar con el escritor donostiarra Ander Izagirre– tuve el privilegio de ser uno de los ocho mil y pelos que acudimos al estadio de Anoeta, ubicado en el barrio de Amara, cumpliendo una promesa hecha a mí mismo de ver –in situ– al equipo de mi corazón: la Real Sociedad.

En papel, el partido lucía espantoso. Programado a las 22 horas, entre semana, contra la Unión Deportiva Las Palmas (dirigida en ese tiempo por Quique Setién) un equipo carente de caché alguno y una Real (Sociedad) que venía en una dinámica horrible. Tan solo unos días antes había sido derrotado por el Villarreal, y su juego no tenía ni pies ni cabeza. Pero era lo de menos. Yo iba a lo que iba. El evento estrella de mi semana en el País Vasco era animar desde la tribuna a los txuriurdines, y ver en vivo y en directo a Carlitos Vela.

El cotejo, que terminó 4-1 a favor de los locales (los míos), pasó desapercibido por la mayor parte del planeta. No los culpo, estoy seguro que de no haber sido el primero que vi en el campo de Anoeta hubiera ido a parar en el sitio de la memoria donde se van la mayoría de los juegos de futbol que he visto. Algunos los recuerdo por situaciones específicas y otros –como éste– lo hago por razones emotivas. Además de eso, el partido (jornada 5) fue el primero de aquella liga 16/17 en donde Vela marco para su (mi) equipo. Lo hizo desde el punto de penalti en la portería que quedaba más cercana al asiento en el que me encontraba esa noche en el estadio.

De Carlos V. –como se hacía rotular en el dorsal– se podrá decir, escribir, polemizar o discutir una buena cantidad de cosas. Yo, Juan Pablo, le tendré en el sitio dónde guardo la felicidad. Es posible que una asistencia suya haya provocado el grito de gol más fuerte que yo haya dado en mis 53 años 361 días con sus noches en este planeta. Aquel gol de Griezmann –su pareja de baile en el campo– en el Gerland contra el Olympique de Lyon, previa de la Champions 13/14 tiene en mi recuerdo un nicho de mármol diseñado por Giambologna.

El equipo y seguidores de la Real agradeceremos por siempre aquella tarde donde apareció casi por cerrar el mercado para ponerse en manos de Montanier. Su periplo por el País Vasco tuvo consecuencias no solo deportivas, también sociales al contribuir a devolverle –junto a Antoine Griezmann– el sentido de pertenencia a tantos seguidores que sufrieron (sufrimos) el desierto de la segunda división por tres años. Su vida privada dio mucho que hablar y escribir en Donosti, lo que remediaba de forma exitosa su juego “en chanclas” que nos hacía sonreír.

Lo que es cierto, y quizá a pesar del mismo Vela, es que será recordado como futbolista, porque todo aquel que juega –recalquemos el verbo– al futbol y produce recuerdos que se parecen tanto a la felicidad es digno de llevar ese sustantivo.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.