Cuenta la tradición que la virgen María, acompañada de Juan el Bautista, navegaba las aguas del Mediterráneo desde Jafa, en Palestina, hasta la isla de Chipre, camino de visitar a Lázaro, cuando una tormenta desvió su embarcación hacia el septentrional Egeo, haciéndola recalar en la península de Atos. Maravillada ante lo que sus ojos observaron, la madre de Dios pidió a su hijo dedicarle ese pedazo de tierra, sellando desde entonces el destino sagrado del monte y sus laderas circundantes. Convirtiéndolo en lugar de veneración, destino de peregrinos y en el reino de una sola mujer, la Virgen, al que el resto de las féminas tiene prohibido el acceso.
Habitado desde la antigüedad, mencionado por Homero en la Ilíada y por Herodoto en su recuento de la invasión persa de Tracia, el Monte Atos forma parte indisociable de la historia de Grecia y del mundo occidental. Las primeras comunidades cristianas en habitarlo datan de finales del siglo III y principios del siglo IV, de forma coincidente con la expansión del cristianismo por el imperio romano, haciendo de la península uno de los puntos geográficos con más antiguo historial dentro de la religión monoteísta. Desde sus escarpados acantilados se expandió el arte y el credo hasta allende las fronteras conocidas, conquistando y convirtiendo a los pueblos eslavos, desde los Balcanes y los Cárpatos hasta los Montes Urales. Su particular estatus legal y político, las ancestrales formas en que sus monasterios y monjes trabajan la tierra y su estado de naturaleza prístino, rico en flora y fauna nativas, hicieron al Monte Atos acreedor al distintivo de patrimonio mundial de la UNESCO en 1988.
El periplo
Alcanzar las costas del Egeo que bañan la península de Atos no es tarea sencilla y requiere, sin duda, de fe, pero, sobre todo, de paciencia y tiempo. Emprender el peregrinaje hasta la montaña santa no es tarea banal y, a diferencia de cualquier otro tipo de travesía, demanda del viajero una inquebrantable voluntad de alcanzar su destino, más allá de los avatares que implique el trayecto. No es necesario ser ortodoxo ni siquiera practicar el cristianismo, basta con declarar ante las autoridades eclesiásticas pertinentes el credo personal, indistintamente del dios al que se le rece. Eso sí, siempre tiene que haber de por medio una deidad, hasta donde sé, ateos y agnósticos, por muy hombres que sean, no son bienvenidos en el también llamado jardín de la Virgen.
Los trámites para el viaje inician meses antes de salir de casa e invariablemente pasan por la oficina de peregrinos del Monte Atos, situada en Salónica, la segunda ciudad griega en importancia y capital de la histórica región de Macedonia. Ante dicha oficina el interesado ha de solicitar a través de una carta, correo electrónico, fax, llamada telefónica o en persona el permiso de ingreso a la montaña santa, acompañado de una copia de su pasaporte, con una antelación de por lo menos seis meses a la fecha de inicio del peregrinaje. Sin un tiempo estimado de respuesta, el eventual peregrino ha de esperar el otorgamiento del permiso por parte de la citada oficina, conocido como Diamonitrion o visa del Monte Atos, para proceder a contactar a alguno de los 20 monasterios en activo y pedir hospedaje durante su estadía, que, dicho sea de paso, se oferta de manera completamente gratuita, al igual que los alimentos. Con el permiso aprobado e impreso, previo pago de 30 euros, y la venia de algún monasterio para pernoctar, es momento de hacer los preparativos para llegar hasta Atos.
A la montaña sagrada solo puede accederse vía marítima, desde alguno de los dos pequeños puertos griegos autorizados para tal efecto. En mi caso, decidí hacerlo desde Ouranoupoli, el más cercano a Salónica, la ciudad con aeropuerto internacional más próxima a Atos. Un vuelo de 15 horas con un par de escalas intermedias en Barcelona y Belgrado me trasladó desde la Ciudad de México hasta el aeropuerto internacional de Thessaloniki. Desde ahí, un taxi me llevó a la estación de autobuses de Chalkidiki, a unos 20 minutos de distancia, para abordar el camión con destino al pequeño puerto de pescadores, poblado originalmente por refugiados venidos de las colonias griegas de Anatolia tras la guerra entre Turquía y Grecia y hoy dedicado mayoritariamente a albergar a turistas noreuropeos sedientos de sol y a peregrinos en tránsito. Un trayecto de casi tres horas por encantadores carreteras secundarias que a cada curva muestran el verdor de viñedos y huertos y el cautivador azul del Egeo. Llegué a Ouranoupoli al caer la noche, listo para cenar un plato de pasta con pulpo, especialidad de la región, y dormir algunas horas en la pensión adyacente a la torre bizantina. A las 5:30 de la mañana siguiente debía abordar el ferry para alcanzar finalmente el Monte Atos.
El monasterio
“Aquí, por fin, me siento en paz”, me confiesa Roman con amplia sonrisa. El corpulento hombre de 53 años, pelo escaso, dientes chuecos y rozagantes cachetes es originario de Kiev, pero llegó al sacro monte hace dos años y medio. “Escapando, buscando algo que no supe qué era hasta que puse pie en Atos”, se confiesa sobre las razones que le llevaron a buscar refugio temporal en el único monasterio de la península regentado por monjes ucranianos. En tanto militar de rango medio del ejército de su país, Roman combatió en algunos de los frentes más mortíferos de la guerra desatada tras la invasión rusa a Ucrania en marzo de 2022, vio la muerte de cerca, reconoce, por eso, quizá, que hoy se aboque de tal manera a la vida, desde la trinchera espiritual.
Me recibió en el pequeño muelle del puerto de Dafni, el único habilitado en todo Atos, tras la travesía de una hora que me trajo desde Ouranoupoli en catamarán. Viste el sobrio traje monacal que es tan común observar en la península, amplia sotana de algodón en color negro, amarrada con un cordón a la cintura y capucha. Conduce con diligencia la pequeña camioneta en la que recorremos los caminos pedregosos de la península entre el puerto, su pintoresca y pequeñísima capital administrativa, Karyes, único lugar en todo el monte donde pueden comprarse víveres, enviar correo postal o sentarse a comer en una taberna, y los diferentes monasterios que pueblan las laderas y acantilados camino del mar, entre altos bosques de pino, viñedos y huertos de árboles frutales. Pantokratos, Simona Petri, Iviron, Filothei, Vatopedi o Panteleimon. Vamos en dirección a Xenophontos, el monasterio que aceptó albergarme durante las tres noches de mi peregrinaje, el máximo tiempo de estadía que permite el Diamonitrion para foráneos.
Fundado a mediados del siglo X por el monje Osios Xenophon, de ahí su nombre, el monasterio de Xenophontos alberga una comunidad de 50 monjes griego-ortodoxos. Situado sobre un pequeño promontorio rocoso en la costa occidental de la península de Atos, su distribución interna asemeja la de una pequeña fortaleza, como sucede con la gran mayoría de los otros monasterios, asediados durante siglos por ataques indiscriminados, lo mismo de cruzados que de otomanos, que en ocasiones acabaron con la vida de todos sus habitantes. Sus pequeñas celdas pueden acomodar hasta 40 peregrinos, y se encaraman unas sobre otras con sus diminutas ventanas mirando al Egeo. En el corazón del monasterio se encuentra la iglesia dedicada a San Jorge donde cada mañana a partir de las 4 se realiza el sacramento de la eucaristía por espacio de tres horas, acompañado del canto del coro de monjes que aún a la distancia geográfica y temporal hace erizar la piel. Sus muros exteriores y el rico iconostasio son testigos fieles de su importancia artística y religiosa. Al lado, sobre el pequeño arroyo que alimenta el molino que sirve para preparar el pan, se halla el refectorio, donde tras la eucaristía se sirve el desayuno compartido por monjes y peregrinos mientras se lee algún pasaje del evangelio: ensalada de betabel, aceitunas, verduras a las brasas con aceite de oliva, agua y vino tinto.
La jornada en el monasterio implica casi 8 horas de trabajo voluntario, entre el huerto y el viñedo, 5 horas de oración y un par de horas libres, siempre en el momento justo para ver al sol esconderse sobre el horizonte acompañado del trino de las golondrinas, El resto del día se dedica a uno de los sueños más reparadores, silentes y pacíficos que se hayan podido experimentar en vida. Aquí también, como Roman, encontré la paz, como estoy seguro que lo hará cualquiera que ponga pie en el sagrado Monte Atos. Antes o después. Siempre.