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Puerta de los ciervos

El Starbucks de Polanco olía a café caro y pretensión. Luis llegó con tatuajes —pequeñas constelaciones en su muñeca izquierda— que eran lo único que delataba al muchacho que fue.

I. La llegada del príncipe

Los ciervos de piedra vieron llegar a Luis antes que nadie. Octubre del 88 olía a lluvia reciente en baldosas cuando apareció en la privada donde el tiempo se medía en ciclos escolares y veranos infinitos. Los Mendoza lo trajeron un viernes cualquiera para jugar tochito, pero nada sería igual después.

Dieciocho años recién cumplidos, cabello recién cortado; su polo azul marino pegado al torso como segunda piel, ya sin rastro de niño, solo la arrogancia temprana de quien descubre su poder. Las manos grandes lanzaban el balón con gracia de atleta. Nosotros —niños bien de familias intachables— nos apretujábamos en el porche de los Frangipani, fingiendo desinterés, ante el primer imán que atraía por igual miradas macho y hembra. Isabel hilvanaba collares, Laura hojeaba una ERES atrasada, Mariana buscaba música en la radio, y yo, el cervatillo miope de lentes, aprendía por primera vez a conjugar el verbo deseo.

II. El ritual de los viernes

Luis olía a Drakkar Noir y Marlboros, la sombra de su barba como un rastro de carbón bajo la piel. Tenía rituales precisos: se lamía los labios después del helado de fresa —siempre en vasito de cartón—, y en ese instante, sus ojos, un segundo más lentos que el resto de su cuerpo, encontraban los míos. “Bambi”, me llamaba, y aunque ya nadie usaba mi apodo infantil, en su voz se transformaba en contraseña secreta. A veces, cuando el partido terminaba, se sentaba a mi lado y su rodilla rozaba la mía como por accidente. Yo contaba los segundos hasta que el contacto se rompía: tres, cuatro, cinco… El récord fueron diez, que conté aguantando el aliento mientras él reía entre dientes blancos, casi violentos en su perfección.

III. Todas las fiestas de ayer

Los estrobos colgados en la sala de los Frangipani convertían nuestros dientes en fantasmas cuando sonaba Head Over Heels. “Don’t take my heart”, cantaba Luis bailando con Laura; “Don’t break my heart”, repetía mientras giraba a Mariana. Pero cuando llegaba al “don’t, don’t/don’t throw it away”,sus ojos me buscaban entre la multitud y sus dedos se clavaban en mis hombros con una presión que prometía algo que yo no sabría nombrar hasta años después. Isabel Frangipani, la elegancia en dos pies, me pasaba su Coca-Cola sin mirarme, como si supiera que necesitaba algo frío para bajar la fiebre que brotaba.

IV. Secretos de cervatillo

Lo deseaba como se anhela lo que jamás será tuyo. En mis sueños nos empujábamos contra la fuente de cantera rosada al centro de la privada, le lamía la oreja izquierda, le robaba un beso entre las bugambilias que trepaban por la reja. Pero en la vida real solo atinaba a coleccionar pequeñas audacias: sentarme un poco más cerca cada viernes, el cigarro que robé de su paquete, la servilleta con el arco de sus labios. Luis jugaba a ser dios y yo, su último creyente, aprendía el arte de adorar en silencio. El deseo era un animal vivo en mi pecho, hambriento y sin nombre, que solo él calmaba con su mirada oscura, cejas pobladas y sonrisa de cazador.

V. Es mi fiesta y lloro si quiero

Mis quince fueron mi primera fiesta de mayor: música, bocadillos, sillas en la privada, y de manera subrepticia, alcohol. Luis llegó tarde, con una española de intercambio vestida en escarlata. Cuando Strangelove sonó, me arrastró hacia él. “Feliz cumpleaños, Bambi”, susurró contra mi pelo. No fue un abrazo, fue un nudo en el tiempo, una herida que no sangró. Sus manos en mi espalda dibujaron un mapa que ninguno podría seguir. Isabel Frangipani nos encontró así —mi cara enterrada en su cuello, sus dedos en mis costillas—. Cuando él me soltó para alejarse sin voltear, ella, que todo lo sabía sin palabras, apoyó su mano en mi pecho, contando los latidos que gritaban de dolor.

Epílogo: Veinte años después

El Starbucks de Polanco olía a café caro y pretensión. Luis llegó con tatuajes —pequeñas constelaciones en su muñeca izquierda— que eran lo único que delataba al muchacho que fue. “Te busqué”, confesó entre sorbos de americano. “Pero tu mamá dijo que te habías ido lejos”. En la lluvia gris de la tarde, reconocí el eco de aquellos años. Luis fue bueno, pero no me amó. En algún lugar del pasado, un cervatillo de quince años mira hacia él entre los ciervos de piedra, eterno en su espera.