Hoy, en este #8M, me siento profundamente exhausta y abrumada por el mundo, y me rehúso a aceptar la realidad tan atroz que enfrentamos. Tantas guerras, tantas muertes, tantos abusos… Reconozco el privilegio que vivo y aun así no puedo ignorar el dolor de tantas mujeres, trans y niñxs que son víctimas de la violencia.
Llevo mucho tiempo replanteándome lo que implica ser mujer, en un mundo marcado por la desigualdad de género y las expectativas sociales impuestas por una estructura patriarcal tan arraigada, y ser mujer resulta brutalmente agotador. Y esta fatiga, incluso hartazgo, del que hablo, no se limita simplemente al agotamiento físico, sino que abarca un agotamiento emocional derivado de las exigencias y expectativas impuestas por una sociedad dominada por el machismo que nos obliga a mantener en equilibrio múltiples responsabilidades: ser hijas ejemplares, amigas perfectas, ‘exitosas’ profesionalmente, esposas complacientes y cuidadoras incansables. Todo esto manteniendo absurdos e inalcanzables estándares de belleza. Además, se espera que seamos madres simplemente por el hecho de haber nacido mujeres. Y si decides ser madre, ¡cuidado!, toda la sociedad estará lista para juzgar cada aspecto de tu maternidad.
La lucha por la igualdad de oportunidades y la constante vigilancia sobre nuestra apariencia y comportamiento generan un estrés crónico que socava nuestra salud mental y física. Además, llevamos el peso de ser potenciales víctimas de la violencia machista, que se manifiesta de diversas formas como el acoso callejero, la discriminación laboral, así como en violencia física, económica, doméstica, psicológica y sexual. Esta carga, lamentablemente, añade una capa adicional de ansiedad y miedo a nuestra experiencia diaria como mujeres.
En los últimos meses, me he balanceado en una cuerda filosa y ambivalente. Por un lado, la culpa; por el otro, la apatía. Ambos extremos me sumergen en la paradoja de mi propia inacción. Es fácil caer en la trampa de la indiferencia, especialmente cuando me siento impotente frente a la inmensidad de los problemas que nos rodean.
Me cansé de alzar la voz, de ondear las banderas, de librar batallas incansables. Sin embargo, esta semana, recuperé el ímpetu de escribir poesía. Me sumergí en la creación de un poema junto a mi querida amiga Alba Otero, fotógrafa y periodista. Esta colaboración a cuatro manos fue más que una mera composición poética; fue un acto de unidad y sororidad que me permitió reconectar con mi voz, mi causa y mi espíritu de lucha.
Me permití reconocer que mi falta de ‘empatía’ hacia muchas otras causas que me importan fue una forma de autodefensa, una barrera que he erigido para protegerme del dolor y la injusticia que inundan el mundo. No justifico mi actitud, pero me construí un muro de contención, lleno de flores, meditación, fotografías, paisajes, arte, colores y cosas que me nutren el alma, y que me distancian de la realidad porque necesitaba un lugar seguro para volver a ser y florecer.