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Aromas

No se puede hacer nada para prevenir la sensación de tristeza profunda. La sensación de que todo tiempo pasado fue mejor. No es posible recordar mal un aroma. Un aroma es una de las pocas certezas que tiene la memoria.

Camino por la calle Nuevo León con papá. Una brisa fría nos castiga el cuello y hablamos de política. De pronto estoy en el aeropuerto José Martí. Para ser específicos, en la terminal tres. La que es roja y de techos altos. La que tiene el olor a tabaco rubio, dulzón y aire acondicionado. No estoy ahí. Estoy en la calle Nuevo León. Detengo a papá y le digo: “Para, huele… ¿Te recuerda a algo?”. Me responde que sí, pero no sabe a qué. “Al aeropuerto de La Habana”, respondo. Once años sin estar ahí. Pero aquí está su perfume. 

El protagonista de la novela Subir a por aire, de George Orwell, dice: “Recordamos todo con gran detalle, pero lo recordamos mal”.  Un olor no permite eso. Es una oleada de nostalgia involuntaria, como recibir un beso en el cuello por sorpresa. No se puede hacer nada para prevenir la sensación de tristeza profunda. La sensación de que todo tiempo pasado fue mejor. No es posible recordar mal un aroma. Un aroma es una de las pocas certezas que tiene la memoria.

Estoy quedándome dormido en un autobús. El sol entra por la ventana y me adormece. Ya no estoy aquí. Estoy en el salón 205 de mi secundaria. Estoy enamorado de A y leo un cuento de Onetti mientras el profesor de física habla. Ella aún no me ha devuelto los libros que le regalé. Tampoco se ha marchado. El aire huele a vainilla con dejo a cítrico. Pero estoy en el autobús y el sol me lastima el brazo. Hace siete años salí de la secundaria. Hay una mujer junto a mí. Su perfume está aquí.

“La memoria, indispensable y portentosa, es también frágil y vulnerable. No está amenazada sólo por el olvido, su viejo enemigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día tras día”, dice Buñuel sobre la memoria. He contado tantas veces la misma historia con detalles diferentes que ya no sé cual es la verdadera. No sé si viví las cosas de la forma en las que la recuerdo. Pero hay un aroma. Un aroma es casi un elemento. El elemento básico de la memoria. No se puede decorar.

Pulso el botón de mi piso en el elevador del edificio. Escucho música y pienso en tarea. Se abren las puertas del elevador. Estoy en casa de mi mamá. Acabo de llegar de la preparatoria y la casa huele a picadillo. Al picadillo de mamá. Que prepara con aceitunas, papa y salsa de tomate casera. Se me abre el apetito. Nunca estuve ahí. Mi vecina prepara otro picadillo y yo acabo de llegar del trabajo. Hace cuatro años no estoy en la preparatoria. Pero su perfume sigue aquí.

“La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”, dice Jean Paul Richter. No estoy de acuerdo con Richter. El olvido es una forma de ser expulsado del paraíso. Lo que se olvida involuntariamente y lo que se escoge olvidar, no deja de ser una forma de desconocer a quien está en el espejo. Sin embargo, el aroma es primitivo. Obliga al recuerdo. De un instante a otro, el laberinto tiene sentido. Hasta que se va el aroma. Y no hay nada más. Recuerdos que ya no recuerdo.

Alguien me habla al oído. La música está alta y yo estoy un poco borracho. Miro a una mujer y me sonríe. Devuelvo la sonrisa y le guiño un ojo. Se acerca y me saluda. Estoy en casa de Eliseo Alberto, en casa de Lichi, en la colonia Del Valle. Soy pequeño (de edad y estatura) y tengo sueño. Le digo a papá. Lichi me carga y lleva hasta su cuarto. Me acuesta. Fuma y bebe una cuba libre mientras busca un libro. Me estoy quedando dormido mientras lee. Ya no estoy con Lichi. La muchacha se acerca a darme un beso sabor cuba libre. Lichi murió hace 13 años. Tanto tiempo y su perfume sigue aquí.

Es el mismo Lichi quien dice: “Recordar es volver a mentir”. Lo dice en Informe contra mí mismo. También dice: “La verdad son aquellas mentiras con las que nos escapamos”. Ay, Lichi, te moriste muy joven. Te podría haber dado este texto a revisar. Pero me sigues enseñando desde donde sea que estés. Por ti aprendí que uno no puede pelearse con la nostalgia, ni tratar de darle sentido a los recuerdos. Porque uno siempre termina mintiendo a quien lee estas palabras y a quien las escribe.

Estoy sentado e intento terminar este texto que empecé hace dos días. Hice una pausa porque tanto recordar aromas me estaba volviendo loco. De verdad. Me despertaba temprano para ir a la escuela y estaba el aroma dulzón del aeropuerto José Martí. Entraba a mi oficina y me asaltaba el aroma avainillado y cítrico de A. Subía las escaleras y se abalanzaba sobre mi el picadillo de mamá. Me metía a bañar y escuchaba a Lichi leerme. 

O no me estaba volviendo loco. Simplemente los aromas se comportan como fantasmas. De tanto repetirlos terminé por invocarlos. Y quisiera vivir en esos fantasmas. No quisiera estar en esta silla, ni bajo este cielo, ni escuchando estas voces, ni oliendo cosas que no me significan nada. Quedarme siempre en esos aromas. Como un niño que se resiste a salir de cama en una mañana de invierno. Quedarme en la duermevela de la nostalgia y nunca más volver a estar aquí.

Estoy poniendo las líneas finales de este texto. Me envuelven los aromas del tiempo anterior. Cierro los ojos y ya no estoy aquí. Estoy fuera de mi, no existo. No estoy muerto. Solamente vivo en el pasado. Huele a lavanda. Hoy limpié la casa. Tengo calor. Estoy caminando por la calle Nuevo León con papá. No, estoy en el salón 205 de la secundaria. Miento, estoy durmiendo en casa de Lichi. Falso, Santino, estás en casa de tu mamá. ¿Dónde estaba? Estoy. Estoy. Estoy.

Todos los perfumes siguen aquí. 

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