Siempre creí que el miedo se sentía diferente. No es que nunca lo hubiera conocido, pero había experimentado otras sensaciones; el sudor en mis manos, el nervio, la angustia, incluso náuseas y malestar estomacal, pero jamás me había paralizado al punto de no poder respirar, de ahogarme con mi propio llanto entre arcadas y espasmos.
Algo explotó dentro de mí, quizás es la oxitocina desbordada y la noradrenalina haciendo su trabajo, aumentando mi presión y mi ritmo cardíaco. La producción de testosterona en su máximo nivel. Una cascada química recorriendo mi interior hacia una corriente sin aparente salida de emergencia. El cuerpo me tiembla, me siento asfixiada. Mis manos están adormecidas, puedo ver mis venas dilatadas y todas las conexiones sanguíneas en mis palmas. Los vasos de mi piel se contraen y se quedan sin el líquido que mantiene su temperatura. Sin previo aviso, me invade una cadena de escalofríos.
Químicamente mi cuerpo debería de estar preparado para el peligro, debería estar en alerta, pero físicamente estoy paralizada, inerte. Por dentro estoy gritando, estoy ardiendo, quisiera quemarlo todo. La amenaza ya no es imaginaria, es real. Las señales no pueden ser ignoradas. Alguien tocó mi botón rojo y mi cuerpo activó todas las funciones de emergencia.
Me siento vacía y sofocada al mismo tiempo, la sensación me nubla la mente. Siento una presión en el cuello del lado izquierdo, pienso que tal vez es el inicio de un infarto; me dejo ir. Los segundos pasan, parecen eternos… ¡sigo viva! Logro mover mis manos, están heladas. Necesito fuerza, quisiera hacerle daño a quién me provocó esto. Quisiera lastimarlo tanto como él me ha lastimado, pero me detengo, esta no soy yo. Yo debería ser mejor que él.
Escucho un grito, una voz…
Él se aleja y yo sólo me quedo con todas mis emociones colapsando entre mis dedos.