Todos los lobos piensan que las ovejas son bobas. Yo fui educado para ser una oveja. Y tardé muchos años en descubrir que mi verdadera naturaleza era la de lobo. Al principio me enfadé mucho. Primero con mis progenitores, porque me habían enseñado a ser lo que no era. Después con otros adultos en los que yo estúpidamente confiaba o por los que me dejaba influir: profesores, curas, parientes y personajes famosos cuyos retratos colgaban de todas las paredes. Y finalmente con mis propios amigos y compañeros, con las auténticas ovejas y los otros lobos travestidos, algunos travestidos a conciencia y otros engañados como yo. Si ellos sabían la verdad, debían habérmela dicho antes. Y si no la sabían, entonces eran ovejas despreciables, bobas, estúpidas, que no veían más que la brizna de hierba que tenían delante de sus ojos, mientras unos cuantos metros más adelante el matarife estaba afilando sus cuchillos.
Pero a las pocas semanas se me pasó el enfado. Entendí que haber sido educado como una oveja tenía sus ventajas. Todo lo que había aprendido no era inútil, a pesar de todo, sin más bien al contrario: lo podía utilizar en mi propio beneficio. Sabía bien como actuaba una oveja, como pensaba (bueno, pensar tal vez no sea la palabra más adecuada, tal vez sea mejor decir juntaba una idea con otra, sin ser capaz de sacar ninguna idea nueva de ellas y sin que ninguna de esas dos ideas fuera suya), como se movía, cuáles eran sus temores y sus esperanzas, qué distracción era su favorita y hacia donde saldría huyendo en caso de percibir un peligro. Analicé bien la situación. Comprendí que lo más difícil ya estaba hecho. Me había aceptado a mí mismo. Me había aceptado como lo que era: como lobo, como un auténtico lobo. Yo había pasado muchos años tratando de ser una buena oveja. Y por supuesto, no lo conseguía. Y aquello no era nada agradable. Yo deseaba ser una oveja, lo deseaba de corazón, pero no podía, no podía porque yo tenía que estar todo el tiempo reprimiéndome las ganas de gritar, de protestar, de salirme del rebaño y echar a correr campo a través. Sí, claro, yo miraba a mis compañeros, y miraba al pastor. El pastor sabía bien cuál era su papel. Mis compañeros sabían bien cuál era su papel. Pero yo… yo no tenía nada claro cuál era mi papel… Entonces aún no imaginaba que pudiera haber lobos con piel de oveja, y después, por un tiempo, pensé que yo era el único que existía. Hasta que descubrí que había otros como yo. Y aquello fue el principio de mi nueva vida.
Para analizar bien la situación necesitaba estar solo y tener tiempo para pensar. Pero en aquel momento estaba sin trabajo y tenía una novia que me mantenía. Así que tenía casi todo el día para mí y un rincón tranquilo donde sentarme a pensar. Aquella chica era una auténtica oveja. Tenía un gran corazón. Era incapaz de hacer daño a nadie. Cuando tuviera corderos, que los tendría, sería una buena madre para ellos. Todo eso estaba muy bien. Yo no la despreciaba por sus virtudes. Pero era incapaz de quejarse. Y era incapaz de entender nada. Era incapaz de preguntarse por qué alguien le robaba la hierba o porqué sus ovejas amigas desaparecían un día de pronto y nadie las volvía a ver. Y mejor para ella, porque la palabra rebelión no entraba en su reducido vocabulario.
Cuando asumí mi condición de lobo lo primero que hice fue engañarla. No resultó tan sencillo como pensaba y, desde luego, no obtuve ningún placer al hacerlo. Pero fue algo necesario, un pequeña victoria íntima para preparar el asalto exterior. No se puede mentir a los que no nos importan si no somos incapaces de mentir a los que sí importan. Los escrúpulos deben desaparecer, y la única manera de comprobar que han desaparecido es mintiendo y engañando a las personas a las que antes éramos incapaces de mentir o engañar.
Una vez tuve una amante, me esmeré en engañarla a ella también. Y después busqué un trabajo. Aquello era importante. El trabajo debía proporcionarme dinero y reconocimiento social, pero no valía ningún trabajo, y por supuesto el cómo encontrar ese trabajo era esencial. Todas las ovejas pueden encontrar un trabajo, eso no tiene mérito. Muchas veces basta con ser sumiso, servicial, cretino, adulador, etc. Pero yo debí encontrar un trabajo sólo con dos herramientas: la mentira y la astucia. Y luego debía prosperar en él mediante una sola: la crueldad. Eso es lo que haría un verdadero lobo. Y eso es lo que debía intentar hacer yo.
Resultó más difícil de lo que esperaba. Varias veces un leve comentario irónico pronunciado en un momento de descuido hizo recelar a mis interlocutores y tiró por tierra mi labor de varios meses. Para evitar esto, empecé a ensayar delante de un espejo. La ironía y el sentido del humor debían desaparecer de mi discurso, pero también debía cuidarme de los gestos, de las expresiones, que a veces nos delatan de la manera más ingenua. Fue un trabajo muy arduo. Tuve que aprender a andar haciéndome el despistado y tuve que aprender a andar haciéndome el interesado. Tuve que aprender a hablar de cosas triviales como si fueran importantes y tuve que aprender a hablar de cosas importantes como si fueran insignificantes. Al final convencí a las demás ovejas de que tenía la cabeza completamente hueca y el pastor me asignó un puesto de ayudante…
Ahora me encargo de vigilar el prado Sur. Es un trabajo estupendo, todo el día al sol y con derecho a la mejor hierba. Los primeros meses me pareció aburrido. Esperaba que en cualquier momento apareciera algún peligro y me preocupaba cómo iba a actuar en ese caso. ¿Iba a cumplir con mi cometido? ¿Iba a salir corriendo? ¿Iba a contemplar impasible como el rebaño era destruido? ¿Iba a unirme a la manada, a los lobos furiosos, e iba a devorar a mis compañeros? Sí, tal vez se lo merecían… Pero lo cierto es que en aquel prado no se estaba nada mal. Si me quedaba sin rebaño me quedaba sin trabajo y sin granja, sin techo para el invierno y para la lluvia, sin compañía en las largas noches ni nadie con quien retozar en los días de sol. Empezaba a pensar que estar en un rebaño no era tan malo… Y, casi sin darme cuenta, empecé a tomarme en serio mi trabajo. Empecé a estar atento a los ruidos, a los gestos insignificantes del pastor. Pero los meses pasaban y nunca llegaba ningún peligro. No podía entender cómo era que nadie nos atacaba. Y empecé a preguntarse si el enemigo no iba a atacar por otro lado, por otro lugar que el pastor no había tenido en cuenta. Aquello me horrorizaba y me tenía en un constante estado de angustia. Hasta que un buen día, de pronto, comprendí que no tenía nada que temer, que todos los peligros eran infundados, o mejor aún: que todos los peligros eran simples cuentos, historias inventadas por el pastor para tenernos controlados. Por eso estaba yo ahí, vigilando una frontera que conducía al desierto, por eso otros como yo estaban en otras fronteras lejanas, vigilando la nada. Y mientras el pastor iba y venía a sus anchas y cometía sus matanzas y sus robos impunemente. Y así iba a seguir siendo… Porque ninguna oveja en su sano juicio iba a enfrentarse nunca con el pastor. Ni siquiera un lobo vestido de oveja.
Desde entonces vivo sin angustia. Hago mi trabajo y me voy a mi casa. Y estoy satisfecho de mi vida. El rebaño puede dormir tranquilo.