El periodismo deportivo tiene una peculiaridad: los hechos noticiosos que son su materia prima —a saber, los acontecimientos deportivos— están calendarizados, por lo cual se sabe con bastante antelación cuándo van a ocurrir. A diferencia de quienes informan de desastres naturales o ataques terroristas, los reporteros que cubren las fuentes deportivas tienen certeza plena de las fechas en que deberán llevar contenidos a sus redacciones: los días de partido, de final de un torneo, de inauguración de un mundial, de clausura de una olimpiada.
La nula incertidumbre acerca de qué habrá que informar y cuándo trae consigo ventajas para el periodista deportivo, pero también una dificultad: ¿cómo construir relatos atractivos si los acontecimientos que los detonan carecen de novedad?
A sabiendas de que el interés que sus notas sean capaces de suscitar no lo puede generar por sí sola la ocurrencia del acontecimiento deportivo de tan anunciado que está, la mayoría de los periodistas deportivos o los jefes que les dictan instrucciones buscan despertar ese interés recurriendo, por ejemplo, a la descripción condimentada del entorno del evento, es decir, a la tan manida nota de color. Pero hay otra ruta, sólo que no está al alcance de cualquier trabajador de los medios. Consiste en impregnar a sus narraciones con algo que pocos consiguen: desarrollar un estilo, esa “manera propia de escribir” que se compone —según Fraser Bond, profesor emérito del departamento de periodismo de la Universidad de Nueva York— de “giros y ritmos singulares que él (el periodista), como individuo distinto a todos los demás, da a las palabras y a las frases que emplea”.
A través de la forja de un estilo cuidado mas no afectado, irrepetible y muy disfrutable, Santiago Segurola, periodista deportivo español que también ha incursionado en el periodismo cultural, supo salir avante desde sus primeras entregas, hace más de cuarenta años, ante la dificultad de interesar al público a pesar de la predictibilidad inherente a la noticia deportiva.
Nacido en la localidad vizcaína de Baracaldo en 1957, Segurola entró a estudiar periodismo en la Universidad del País Vasco en 1975, año de la muerte del dictador Francisco Franco y del cierre de la institución en la que tenían que graduarse obligatoriamente los periodistas si querían trabajar en el oficio en tiempos de dictadura: la Escuela Oficial de Periodismo (EOP), fundada en 1941 al abrigo de la Ley de Prensa de 1938 —que, tal como se lee en su proemio, se aprobó bajo el muy liberal argumento según el cual “no podía admitirse que el periodismo continuara viviendo al margen del Estado”— impulsada por el cuñado de Franco y a la sazón ministro del Interior, Ramón Serrano Suñer.
De acuerdo con las académicas de la Universidad de Valladolid Pilar Sánchez-García, Marta Redondo García y Alba Diez Gracia, durante el franquismo el diploma otorgado por el EOP era “requisito imprescindible para inscribirse en el Registro Oficial que les da(ba) (a los periodistas) derecho a ejercer inmediatamente la profesión”. Por cuestión generacional, Segurola afortunadamente no tuvo que pasar a la fuerza por la EOP ni padeció la censura que le impuso a los medios el que él habría habría de calificar como “régimen torvo”.
En los años universitarios de Segurola, que son los del inicio de la transición a la democracia, estaba vigente la ley de prensa de 1966 —la que bajo cierto talante aperturista atenuó la arbitrariedad de la ley de Serrano Suñer de 1938— que se conoció como Ley Fraga por su impulsor, Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo del tardofranquismo —tardo, pero franquismo— y fundador del hoy Partido Popular (PP). Así, mientras Segurola se instruía en las aulas de la universidad pública, la prensa aún operaba —en palabras de Antonio Fontán, pionero de la enseñanza universitaria del periodismo en España— “bajo el modelo legal y el marco general del antiguo régimen (la dictadura franquista), con la diferencia de que el gobierno ya no aplicaba rigurosamente las leyes represivas”.
Cuando en 1982 empiezan a aparecer notas con la firma de Segurola en el diario vizcaíno Deia y después en La Gaceta del Norte de Bilbao, felizmente ya se había promulgado la constitución española de 1978 que consagra, en su artículo 20, las libertades de expresión, de comunicación e información y de creación literaria, así como la prohibición de la censura previa como un derecho de la más alta jerarquía normativa, prerrogativas de las que el veinteañero Segurola se convirtió no sólo en su usufructuario sino también en uno de sus maximizadores y también de sus defensores. Porque Segurola no se reprimió la reflexión social e histórica desde la especificidad del deporte ni se arredró, por ejemplo, para repudiar sin protagonismos, pero sin regateos, el terrorismo de ETA.
Segurola llegó a Madrid para incorporarse al elenco de reporteros de El País a principios de 1986, año de la muerte del alcalde madrileño e intelectual de izquierda Enrique Tierno Galván y también de la celebración del Mundial de México, del que se recuerdan los cuatro goles de Emilio Butragueño a Dinamarca en el estadio Corregidora de Querétaro y el que indebidamente le fue invalidado a Miguel González ‘Míchel’ contra Brasil en el Jalisco de Guadalajara (velo aquí, minuto 2:28). Quizá porque su incorporación al periódico era reciente, no hay rastros de colaboraciones que Segurola haya escrito a propósito de la justa mexicana, pues en la extensa relación de artículos y noticias de su autoría que ese diario ofrece en su página web —algunos de las cuales se pueden leer gratuitamente sin necesidad de suscripción— no aparece ni uno sólo que date de los días veraniegos de aquel certamen. Haya sido enviado o no a México a cubrir la Copa, lo cierto es que tres años después, en reconocimiento implícito a su buen escribir cotidiano, se sumó a la redacción central con Joaquín Estefanía como director general, y un decenio más tarde fue designado redactor jefe de deportes, puesto que ocupó por siete años, luego de los cuales encabezó la sección Cultura durante uno más.
Si para dar continuidad a su vocación los futbolistas pasan de un club a otro, Segurola fue de diario en diario. Tras su salida de El País se incorporó a mediados de 2007 al diario Marca —cuando lo dirigía Pedro Jota Ramírez, quien fuera director de Diario 16, después de El Mundo y actualmente de El Español, padre de María Ramírez Fernández, autora de El periódico, un libro muy recomendable sobre periodismo en internet, publicado por el sello editorial Debate en 2022— y al cabo de nueve años se marchó al rotativo antagónico, As. En el cuatrienio 2016-2020 escribió en las páginas del diario argentino La Nación y este 2025 fue galardonado con el Premio José María García de Periodismo Deportivo.
En 2012 Pedro Cifuentes y Pablo Martínez-Arroyo cometieron el acierto de seleccionar un conjunto de piezas de la autoría de Segurola que dan sobrada cuenta, tal como lo afirman ambos periodistas madrileños, de la “ambición narrativa” del baracaldés. La antología resultante, publicada en Buenos Aires por Debate, permite constatar la soltura y penetración de sus entrevistas así como la pulcra factura y profundidad de sus crónicas, pero sobre todo ofrece un banquete de lo bien que Segurola se maneja en el perfil, subgénero periodístico que bajo su pluma es lo más lejano a la mera sumatoria de datos acerca de la singladura de una vida —que es lo que hacen los diccionarios enciclopédicos— y en cambio se antoja como germen de toda posible biografía, que al final no es más que un tipo de retrato literario con el mismo ADN, sólo que más extenso y documentado.
A pesar de que a Mariano José de Larra —culpable, según la opinión del filósofo Fernando Savater, de que el artículo periodístico entrara en la historia de la literatura española— le parecía “obra de romanos el llenar y embutir con verdades luminosas las largas columnas de un papel público”, con su característica ironía dijo de sí: “me acosté una noche autor de folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista”. Seguro que Segurola tampoco se hizo periodista de un día para otro. Y de que escogiera formalmente como suya la profesión se está cumpliendo medio siglo.
La obra de Segurola desmiente la condición efímera que bajo una generalización injusta se le atribuye los textos periodísticos —bajo el axioma según el cual la literatura aspira a la eternidad, mientras que el periodismo no más que a la oportunidad—, porque admite ser leída, a muchos años de distancia de los hechos que relata, sin menoscabo de su fuerza evocativa.
Y eso no es sencillo conseguirlo. Por eso los segurolas no abundan. Lo bien contado es un bien contado.