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Salvo este corazón, todo lo demás está bien

Hablar —escribir— se ha vuelto una paradoja cruel: decirlo todo y, al mismo tiempo, no poder decir nada.

La naturaleza del despojo es que no avisa. No llega como pérdida sino como pregunta: ¿quién eras antes de lo que ya no tienes? He atravesado un desierto que no es de arena y, sin embargo, el polvo me cubre los hombros como si llevara siglos caminando en lo que quedó de mí. He comenzado a conocerme desde lo que se ha ido, desde lo que ya no soy, desde lo que se extinguió. Todo lo que emana belleza parece estar destinado al olvido. Todo lo que alguna vez recordamos está condenado a desaparecer. Me inquieta pensar que mi sentir no nace de emociones verdaderas, sino de metáforas gritadas en un idioma que ya nadie traduce. Aun así, me hago preguntas que no sé responder: ¿necesito ser comprendida para seguir sintiendo? ¿Necesito ser amada para amar? ¿Es imprescindible un permiso para existir, para querer, para admirar? La libertad, me repito, no le pide permiso a la esclavitud para ser libre. 

¿O sí?

La hoja en blanco no ha sido una encrucijada, sino una especie de confesora. Hablar —escribir— se ha vuelto una paradoja cruel: decirlo todo y, al mismo tiempo, no poder decir nada. Me pesa la cabeza de tanto pensarme; mis pensamientos me arden como si tuviera fiebre emocional. ¿Qué es esta maldición de sentir sin piedad? A veces siento que mi mente intenta explicar lo que mis entrañas ya suplicaron en silencio.

Me pregunto si me he vuelto una narradora poco confiable, o si simplemente soy una mujer que ya no cabe en el relato que se contaba de sí misma. Le he entregado mi mirada a algo que ya no me pertenece. Pensaba que era una invitación, el grosor de las murallas que tú construías, pero ahora miro lo que no vuelve como quien observa una ciudad fantasma. ¿Cuánto pesa lo imprescindible? Mis pupilas se dilatan, no por la luz, sino por la nostalgia. Y el silencio, ahora, nace del ruido: de una palabra, un susurro, un secreto, un gemido. Mi boca guarda más ausencias que besos, y lo que no dije me sigue quemando los labios. A veces, callar no es prudencia: es exilio. Vivo en catarsis sobre una zona de guerra. Y debería ser delito tratar un corazón con la crueldad de quien ignora que late. Aquí adentro aún late lo que quedó después del incendio. Necio, sordo, ajeno a todo, receptor del universo. Late. Late. Late. 

He fantaseado con el toque de un hombre al que le da igual la existencia de mi cuerpo. Un cuerpo que ha leído, que ha hablado, que ha resistido. velado de rodillas a media luz en una tierra sin nombre. Entonces, me convertí en una zona radioactiva.

Pienso en los encuentros que duran años apenas en un susurro. Que nombramos con lugares: una mesa de restaurante, un auto yendo hacia ningún lado, una calle, una sala, una palabra cambiada por otra. Reducimos la experiencia del otro a lo físico, como si eso bastara para contener la emoción. Nos acostumbramos a la certeza de los cuerpos, pero convivimos con la incerteza del sentir ajeno. Nadie nos enseñó a quedarnos en la vulnerabilidad. Aprendimos a guardar lo que sentimos en los bolsillos, como si fueran armas o promesas por cumplir, hasta que fingimos que olvidamos, hasta que verdaderamente lo hacemos. No sé quién nos enseñó a tragarnos lo que sentimos, ni bajo qué condiciones nos permitimos decirlo. Pero el lenguaje, incluso así, es un intento: una búsqueda de quiénes somos, una forma de dibujar el temblor de las palabras podridas en medio de la garganta. 

¿Cómo se sostiene una vida de luz que solo existe en medio de la oscuridad del desierto, que de arena no tiene nada? Aquí hay caminos trazados por pasos muy antiguos. He caminado sobre mí misma tantas veces que ya no sé si avanzo o si me repito. Mis pies descalzos conocen más de huidas que de llegadas. ¿Es posible llegar tarde a ser una misma?

He pasado tanto tiempo tratando de decir quién soy a través de lo que no soy. He contado mis historias tantas veces, desde tantos bordes prestados, que ya no recuerdo si alguna vez tuvieron final. Quizá nunca lo tuvieron. Me pregunto si el mar le teme a su propia profundidad como yo le temo a la mía. ¿Y, si al final, no estoy hecha para nada sino para sentirme?

Entonces, ¿cómo se siente ser polvo?