Los niños de la montaña

Tomé el cuchillo que había en la mesa con el que corté la naranja y comencé a atacar al primero. Todo estaba tan oscuro, y todos se movían tan rápido que solo recuerdo algunos flashes del suceso. Los gritos, la sensación de la sangre tibia en mis manos, el placer de insertarlos.

En todos los lugares hay leyendas y mitos. Esta es mi historia, pueden creerla o no. No los juzgo si no lo hacen, yo antes tampoco las creía hasta que un día en un viaje me tocó vivenciar una. Ese viernes once fue mi primer día de snowboard, más allá del frío que hacía, la emoción y el entusiasmo me mantenían con una buena temperatura.

Sin tener algún bagaje sobre andar en snowboard estaba seguro que en el primer día iba a lograr aprender. Probando, golpe tras golpe empecé a agarrarle la mano. De a poco tenía menos caídas pero a su vez eran más duras por la velocidad. Ya quedando menos de una hora para el cierre de las pistas, tenía que demostrarme lo que había aprendido y la prueba era bajar por Vulcano, una de las pistas con dificultad media.

Subí por la telesilla y se comenzaba a visualizar lo vacío que iba quedando el lugar. Los serenos no dejaban subir a nadie más para poder cerrar e irse a sus casas. Una vez arriba de Vulcano respiré hondo viendo la longitud de la bajada, el aire de montaña era una delicia, y sin volverme loco comencé descendiendo primero lento mientras iba repasando en mi cabeza todo lo aprendido. La poca gente que quedaba al ir más rápido me comenzó a pasar, liberando toda la pista para mí. Eso hacía que me sienta más suelto y mi descenso comenzó a fluir con una mayor armonía. Sintiéndome con más confianza empecé a acelerar.

Los movimientos habían madurado y ya los realizaba sin pensarlos. Lo que me permitía apreciar el paisaje que me rodeaba mientras me deslizaba. El sol se escondía de a ratos por las puntas de las enormes montañas nevadas a los alrededores, el viento era fresco pero agradable. Era un hermoso día. A mis costados se veían las demás pistas ya vacías excepto una en la cima. No tengo idea de su nombre pero sin duda es la pista más alta del lugar, para llegar allí hay un buen tiempo en telesillas. Lo que me llamó la atención de ella, mientras sigo descendiendo, es que se veían unos niños bajando riendo a carcajadas a toda velocidad. Me colgué viéndolos hasta que mi tabla se trabó con un pedazo de pista congelada y trastabillé perdiendo el control y caí. Mientras iba rodando por la empinada pista, en mi cabeza resonaban las carcajadas de esos niños, me deslicé unos cuantos metros hasta que vi unas piedras fuera de pista y de frente me las choqué. Perdí el conocimiento, en la oscuridad a lo lejos comencé a escuchar muy suavemente esas tiernas risas de niños acercándose más y más. Me encontraba solo en el medio de la pista, como un punto negro en una hoja rodeado de tanta blancura. Tenía mi nariz muy fría, cada respiración me congelaba el pecho. Escuchaba cada vez más cerca las carcajadas de los niños, hasta que por fin los visualicé, se aproximaban haciendo piruetas, algunos jugando carreritas, otros gritando de forma muy cómica. Pasaron por mi lado a gran velocidad saludando. Llevaban atuendos muy pintorescos como salidos de un cuento encantado. Los seguí observando con gracia y sus carcajadas a medida que aumentaban decibeles se volvían cada vez más agresivas y en un segundo todos al unísono se frenaron y comenzaron a mirarme fijamente en silencio. Me quedé paralizado, todos venían hacia mí, debajo de esos abrigos noté que no tenían ojos, su piel sin vida era casi transparente de lo pálida y entre los dientes de su maléfica sonrisa escurría sangre. Me invadió una sensación de pánico, intenté correr pero un pinchazo en la pierna me hizo caer.

— ¡Despertó! —gritó un paramédico advirtiendo al conductor. Volvió su atención hacia mí y me preguntó: — ¿Estás bien muchacho? —su acento delataba que era extranjero.

—Sí, si —respondí balbuceando, me desperté aparentemente dentro de una ambulancia. Queriendo sentarme, el dolor del sueño en la pierna reapareció y no me dejó moverme.

Al escuchar mis quejidos el paramédico me revisó.

—Posible quebradura, mejor inmovilizamos hasta que veamos placa. Recuéstate.

Le hice caso al extraño sin decir nada, la pesadilla me había dejado mudo.
Llegamos al sanatorio donde me esperaban mis amigos que se tranquilizaron al verme bien. Luego de ver la radiografía el médico me aviso que tenía una fractura de tibia, y me enyesó prohibiéndome que vuelva a esquiar. Aún quedaban tres días y me los iba a pasar con un yeso.

Esa primera noche evitando que me deprima e ignorando todos mis dolores, mis amigos me llevaron a un bar. Entre trago y trago me comencé a relajar al fin. Cuando les conté la historia de la caída todos estallaron de risa. Nadie creía que había visto esquiando a niños en la pista más alta, decían que deliraba. Así que decidí mejor no contarles sobre la pesadilla.

En la mañana siguiente todos se prepararon para subir a esquiar ya que la nieve estaba óptima. Sin dudas me iba a quedar solo con mi yeso, así que aproveché para dormir un poco más. Por la tarde el valle no era tan tranquilo como me lo imaginaba, mucha gente daba vueltas por los lugares abiertos como tiendas y bares. Había mucho ruido y bullicio. Agarré mi juego de mate y me reposé con un libro en las sillas de la base para matar el tiempo.

Desde mi lugar se apreciaba casi toda la montaña. En la pista para principiantes los primeros pasos en la nieve de la gente, caídas y risas. A la derecha de ésta están las telesillas, desde allí comienza el laberinto de pistas, paradores y otras telesillas para seguir subiendo. Me quedé un rato siguiendo los caminos con la mirada y todo el bullicio de gente en la base pasó a un segundo plano a medida que ascendía por la montaña. Seguí concentrado subiendo a las pistas más altas hasta que la sensación del pinchazo en la pierna me dio un escalofrío, de repente el grito de unos niños a mi costado me hicieron quedarme helado. Eran dos hermanitos peleando por el turno de uso de la tablet, mientras la madre intentaba calmar al bebe que tenía en brazos, a su lado estaba el padre hablando por teléfono rezongando a su pareja que calmara a los niños. Recordé la pesadilla del día anterior, parecía todo tan real.

La tarde ya estaba culminando y la temperatura había descendido, lo mejor sería volver a la residencia a bañarme antes que lleguen los demás. Mientras comía una naranja puse música para preparar la ducha. Me envolví la pierna enyesada con una bolsa de consorcio e ingrese al agua caliente. Con una pierna afuera y haciendo equilibrio me empecé a asear. En un momento la luz del baño empezó a titilar mientras a la misma vez sonaba el celular en la mesa. Decidí no atender hasta terminar de bañarme. Cuando dejó de sonar la llamada, la luz volvió a iluminar con normalidad. No le di importancia hasta que de nuevo comenzaron a llamar y el titileo de la luz se volvió más fuerte, parecía la luz de un boliche que prende y apaga. Cortaron y la luz regresó. Terminé mi ducha y fui a revisar si la llamada era de mis amigos, por si necesitaban algo, pero en el móvil no había ninguna llamada perdida. No tenía sentido pensaba mientras me comenzaba a vestir, el aparato se debe haber golpeado en la caída. Me senté para ponerme una zapatilla y empezó la luz de la habitación a titilar intensamente y de nuevo sonaba el teléfono. Observé: “Número privado”, atendí y cuando me lo acerqué a la oreja se apagó la luz y todo quedó en silencio:

—Hola, hola —no habían respuestas— hola, no se escucha nada, intente llamar más tard…—me quedé sin palabra cuando del otro lado se empezaron a escuchar las carcajadas de los niños de la montaña.

A mi mente vinieron las imágenes horrorosas del día anterior cuando se venían hacía mí. Totalmente en la oscuridad de la habitación comencé a escuchar pasos en el pasillo, tres o cuatro personas eran por la cantidad de pisadas que se alcanzan a distinguir. Se detuvieron en la puerta por unos cuantos segundos mientras se escuchaba que por lo bajo reían, eran las carcajadas maléficas. De repente abrieron la puerta con fuerza, las risas y sonidos no se escucharon más pero sabía que estaban ahí porque distinguía sus siluetas. Mi corazón latía tan fuerte que me llegaba a doler el pecho. Nadie se movía pero tenía que hacer algo, asique me llené de coraje y decidí defenderme de esos enanos diabólicos. Tomé el cuchillo que había en la mesa con el que corté la naranja y comencé a atacar al primero. Todo estaba tan oscuro, y todos se movían tan rápido que solo recuerdo algunos flashes del suceso. Los gritos, la sensación de la sangre tibia en mis manos, el placer de insertarlos. En ese momento era yo el que se reía a carcajadas hasta que me choqué la pierna enyesada con una mesa y caí al suelo golpeándome la cabeza. Perdí el conocimiento.

Desperté tumbado en el suelo, la luz ya había regresado y en mi mano estaba el cuchillo lleno de sangre. Cuando me reincorporé estaban los cuerpos ahí tirados sin vida, no podía creer lo que mis ojos estaban viendo. Los nervios me invadían haciéndome temblar. Comencé a caminar de un lado a otro de la habitación como si alguna respuesta lógica aparecería mágicamente, no podía quedarme quieto. Esos cuerpos no eran de niños, esos cuerpos eran los de mis amigos.

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