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Poesía

Carménère

El timbre suena.

Héctor el primero, solo,
dos barras de pan aún tibio,
un peso imperceptible en los hombros.

Laura lo abraza con amplitud,
como quien no sabe qué más ofrecer
al beso que esquivo en la mejilla le da,
antes de saludar a los niños, que lo adoran,
fingiéndose animal.

Después, llega el resto del cabal.
Los viernes son así:
manos llenas de botellas,
la risa lista,
el corazón, no tanto.

Ana y Diego llegan tarde,
quizás aprendieron, ya a los cuarenta,
a moverse con más cuidado.

Él trae su alegría bajo el brazo,
ella algo flotando en el vientre
que aún no se anuncia,
pero ya ilumina la habitación entera.
y nadie lo nombra,
como si decirlo asustara la dicha.

Jaime reparte copas con eficiencia,
como actor que ha ensayado mil veces su escena.
David y Elisa eligen el mismo vino,
y al rozarse los dedos,
se apartan con un repeluzno
que nadie comenta.

Desde las bocinas,
Françoise Hardy dibuja una niebla sin tiempo.
Nadie entiende del todo la letra,
pero todos sienten lo que dicta la canción.

Jaime dice que extraña fumar.
“Mis hijos lo agradecerán”,
pero suena como quien duda
de que eso vaya a pasar.

Héctor corta el queso con una lentitud que asombra.
Cada rebanada, una decisión.

Mira a Laura cuando cree que nadie lo ve:
una pregunta sin forma,
una ruta de escape trazada con ternura.

En el beso al llegar,
ella notó un temblor leve.
Como quien espera algo —
un eco de algo que quizás soñó—
y no lo encuentra.
Un sentimiento que no llegó.

El mozzarella sangra aceite y albahaca
entre rojas rebanadas.
Alguien menciona un verano
de hace mucho,
cuando todos eran otros.
Laura recuerda algo,
pero el ping desde la cocina la manda llamar.

El boeuf en su salsa se deshace,
tierno como promesas sin romper.
El vino —rojo denso—
empieza a aflojar verdades.

Héctor quiere decir algo.
una frase exacta en la lengua:
me voy a matar mañana.
Pero en su lugar,
un chiste de su niñez.

Todos ríen.
Incluso Jaime,
que quería decir “ya no te amo”,
pero se esconde en la risa.
David: “ya sé lo que hacen”,
y Diego, “estoy feliz y asustado”,
pero ninguno lo dice.

Ana acaricia su vientre sin darse cuenta.
Laura la ve.
Su sonrisa es dulce,
la más genuina de la noche.

Jaime evita mirarla,
cuando Elisa recoge su plato.
David no vuelve a tocar su copa.

El postre llega como una tregua:
queso y membrillo, dulce y ácido.
Como tocará ser la despedida.

Jaime propone un brindis por los días que vendrán.
Héctor —Mister Nostalgia, le dice Laura—
alza su copa por los que no volverán.

El sorbete limpia el paladar
de todo lo que no se dijo,
las cosas que se barrieron
del mantel, como se hace
con las migas,
cuando parten las visitas.

El café huele a madrugada,
a camas tibias,
a futuros posibles.
La noche ha dicho todo,
no hay qué se pueda agregar.

Después, ráfaga de besos.
Las mejillas, el adiós.
“Esta noche fue perfecta.”
“Gracias por venir.”
“Lo repetimos pronto.”

Héctor se queda un segundo de más
en el umbral.
Como si el aire fresco pudiera llevarlo.

Laura siente algo,
toca su mano, le dice “espera”,
pero Jaime la llama:
arropar a los niños,
las copas sin lavar.
Cuando vuelve al pasillo,
el ascensor
ya no está.

Llegó solo, se marcha igual,
con su secreto envuelto
como un caramelo guardado

y el sabor del Carménère
—dulce, amargo, persistente—
el alma, ahora que ya es mañana,
sabe que va a soltar.

        a Carmen Boullosa