Requiem aeternam dona eis, Domine.
Hacía ya un tiempo que no te escribía. Decirte que es por olvido sería una mentira, una mas entre las tantas que te he dicho. No te había escrito porque creía que así aparecerías menos por todos lados.
Me he acostumbrado ya a tu presencia constante; mejor dicho, a la presencia de tu alma por todas partes. A veces apareces violenta y sorpresivamente en el recuerdo, poniéndome a pensar en todos los sitios donde llegamos a dejar un rastro.
Seguimos vivos en todos los sitios de la ciudad que nos pertenecieron, con ron y Coca-Cola, con aquel anciano vendedor de libros al que le compré uno de Pacheco para ti, en los chocolates calientes que me gustaba verte tomar, en los sitios en donde te amé en silencio y también donde lo hice a todo pulmón.
Esto me pone a pensar en que cuando somos felices recordamos las cosas triviales, las cosas pequeñas, las simples cosas, diría Mercedes Sosa. De las horas que llegamos a pasar juntos solo puedo recordar la forma en que agachas la mirada cuando ríes, las canciones de aliento triste que sonaban cuando me volteabas a ver.
Para ser específicos, recuerdo un instante, que me diste una noticia (no puedo recordar cuál era) y te abracé, lleno de tu calor y te alcé en mis brazos. Ahí solo existías tú y el sol, tú y los pájaros, tú y la fría mañana citadina, tú y el pedacito de primavera en el pecho.
Recuerdo, también, las veces que lloraste en mi hombro y la lejanía de tu voz en esos días; días en que me pedías no te dejara sola y no lo hacía hasta que parabas de llorar para después verte reír con alguna estupidez que decía.
Si hago un esfuerzo puedo verte escribiendo poesía. Lamento nunca poder haberte dicho cuánto te agradezco que escribieras. Cuando empecé a repetirte una y otra vez que escribieras, cuando te mostré mi mundo, nunca creí que pudieras hacerlo tuyo. Me enseñaste a ser poeta de nuevo, les diste sentido a todos los poemas, todos los hiciste tuyos, y hasta la fecha, así han permanecido. Me enseñaste a amar lo que hago, me enseñaste a amar a tu modo.
Todo lo que me has dado viaja conmigo adonde voy. Tus cuadros, los libros que me diste, el gorro que compramos en la taquería después de ver al Cruz Azul, los dibujos y hasta el sobre que inventaste para enviarme un par de ojos. Me recuerdan que un día, en una ciudad, existimos.
Por supuesto, también me arrepiento de cosas, como no haberte dicho que te quiero, más allá del romanticismo, más allá de lo que en esta carta pueda externarte. También me arrepiento de no haberte visto tocar el piano y de no haber estado junto a ti ese día de agosto.
No te dejes engañar por el inicio de lo aquí escrito; esto no es un réquiem, ni una despedida ni una expulsión ni un exorcismo. Es más bien, una entrega, total y definitiva a ti.
Te espera, Santino.