Muchas veces pienso en ti, Edmund Hillary,
en tu duelo cruel con la montaña. Creíste que la vencías
y te solazaste en tu éxito. Pero la montaña callaba.
La montaña era quien jugaba contigo.
Quien te dejaba ganar un botín miserable,
para luego arrebatarte todas tus riquezas.
¿Quién escuchó tu dolor entonces? ¿Qué palabras
pudieron llegar a tu boca para nombrar lo innombrable?
Solo está el hombre y no lo sabe. Y cuando lo aprende
no encuentra ninguna enseñanza en lo aprendido.
¡Qué culpable te debiste sentir entonces! Y sí,
tu ambición no era justa, pero era el camino necesario.
El camino que un hombre debe recorrer por su propio pie
para poder llamarse de ese modo.
Por eso pienso en ti muchas veces. Y también en ti,
Mary Shelley, de la herida del parto a la herida de la muerte,
pasando por la herida del amor y la herida de la fama.
Tu vida tuvo un sentido. Creaste un ser infame,
es cierto, un ser que creció y creció
y fue devorando tu vida, como un castillo
que es demolido por partes, ahora un torreón,
ahora las salas nobles, después un simple cobertizo…
Muros y muros, hasta los que creías más sólidos,
cayendo como paja seca. Y tú contemplándolo todo,
sin ni siquiera poderte resguardar
bajo el manto cálido de la locura.
Nadie puede decir que sus lágrimas son más ciertas
que las tuyas. En tus lágrimas se juntaban las lágrimas
de todas las madres y de todos los verdugos.
Yo no te puedo decir nada.
Nada que no hayas oído ya mil veces.
(Perdóname pues si te lo digo una vez más…)
Tu vida fue vivida rectamente.
Es trabajo del timonel gobernar el barco,
aunque la tempestad lo lleve al arrecife.
Yo, en cambio, qué consuelo tengo.
Vosotros estáis ahí, entre la gente, veis a los músicos,
os moja la lluvia.
Yo contemplo la escena desde mi cuarto.
Escucho vuestros gritos y vuestras risas.
Pero nunca bajo al jardín cuando me llaman.
No lo hago ya por miedo sino por costumbre.
Por esa antigua costumbre que me impulsa
a dejar el bolígrafo y levantarme
y cerrar la ventana con rudeza al primer compás.