El vientre azul celeste de Alejandra del Lago se balanceaba, elefante sobre la tela de una araña, al borde del mirador de la Torre Imperial. El viento le enredaba la cabellera y golpeaba las pantorrillas hinchadas del séptimo mes. Sesenta pisos abajo, la ciudad hervía: Paseo de la Reforma detenido como un cadáver tendido en el asfalto; cláxones superpuestos; drones de los informativos que zumbaban como moscas. El aire olía a polvo caliente y a un dulzor rancio que se pegaba al paladar, como si el cielo fuera un milhojas que se estuviera echando a perder.
Sus zapatos ballerina, diseñados para pies hinchados, rozaban la cornisa como un tributo inútil a lo práctico. Un megáfono distorsionado repetía: «¡Piense en sus bendiciones, señora!». Alejandra sonrió con los labios resecos. Bendiciones. La palabra le devolvió el crujido de la cuna donde Santiago, su primogénito, había dormido hacía trece años; y los dedos de María Cristina, su suegra, acariciando los barrotes dorados: «Solo las mejores madres merecen cunas de oro». Ahora, el bebé número quince —¿niño o niña? jamás quiso saberlo— pateaba su costilla izquierda, buscando espacio como un animal que presiente la trampa.
En la azotea, sus hijos formaban una procesión irregular: Santiago, ya con la frente surcada por la preocupación hereditaria, mordía el cable de sus audífonos; Renata abrazaba a Camila, que chupaba un aro de dentición con avidez animal; los mellizos repetían el grito del megáfono como si fuera canción. Solo Inés permanecía inmóvil como porcelana, su rostro aún tierno ocultando la tormenta. En el bolsillo, apretaba el reloj de pulsera de su madre.
Nicolás, en traje oscuro y corte de pelo impecable, le tendió una mano como quien ofrece limosna.
—Mira, si bajas de ahí, podemos irnos ya —dijo—. Vamos a Loreto. Villa privada, nada de niños… únicamente nosotros y el mar, mi amor.
Alejandra no respondió. Seguía con la mirada a un halcón peregrino que cortaba el cielo gris, indiferente. Detrás, María Cristina emergió de la escalera con un abrigo de visón fuera de temporada. El bastón golpeaba el suelo como metrónomo. Su sola presencia enfrió el aire. La mujer recordaba con amargura el día que Nicolás trajo a esa restauradora del Museo Tamayo a la comida familiar. Alejandra, en un vestido de lino crudo —seguramente comprado en un mercado de artesanos—, había corregido al tío Agustín sobre los pigmentos del Jardín de las Delicias de El Bosco.
—Basta de pataletas —sentenció—, pareces loca. ¿Qué va a decir la gente? Estamos en televisión, Alejandra, por el amor de Dios.
El bebé se movió, no con violencia, sino como quien tantea la salida. Una humedad cálida se extendió por la seda de su vestido, dibujando un archipiélago de vergüenza.
*
La primera jaula se cerró el día de su boda, en la iglesia de San Agustín. María Cristina ajustó el collar de perlas con la precisión de un verdugo que toma la medida de una garganta en el cadalso: «Serás una madre magnífica, hija». Cuarenta perlas temblaron en su escote mientras el obispo pronunciaba la palabra fertilidad como si fuera una condena.
Santiago nació en la suite Diamante del Hospital ABC. María Cristina hizo traer desde Europa una conejera de porcelana Meissen: «Para inspirar futuros habitantes de esta gloriosa madriguera». Once meses después llegó Inés, lo que era un récord familiar. Alejandra empezó a pintar liebres albinas saltando sobre amapolas que jamás había visto. «Qué delicada sensibilidad», comentó la suegra mientras servía té en porcelana heredada. Pero cuando Mateo —tercer hijo, tres kilos quinientos de puro pulmón— llegó con cólicos que hacían vibrar el cristal del móvil sobre su cuna, Alejandra descubrió que sus pinceles se manchaban de leche y lágrimas. Las liebres empezaron a tener ojos rojos, desorbitados.
Por supuesto, siendo gente moderna y no muy católica, intentaron controlar la natalidad: DIU, vasectomía láser, anticonceptivos europeos “infalibles”. Todos inútiles. Cada año, otro llanto, otra cuna, otro sonajero de plata grabado con fecha y nombre. Entre el quinto embarazo y el séptimo, un embarazo múltiple terminó con tres féretros del tamaño de cajas de zapatos. María Cristina, de luto impecable, susurró: «La naturaleza es sabia». Alejandra no contestó. La ligadura de trompas “definitiva” trajo mellizos, y luego Diego, Lucía y Camila. El estudio se convirtió en guardería: caballetes colgando pañales de seda. Intentaron dormir en habitaciones separadas («es más higiénico», María Cristina señalaba mientras pintaban la nueva recámara para su hijo, «y más seguro»), pero no sirvió de mucho, como se vio nueve meses después al llegar Juan Pablo.
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En la última Navidad, el comedor de mármol vibraba con los gritos de catorce niños. María Cristina, al ver a Nicolás cargando al bebé catorce mientras Alejandra amamantaba al anterior tras un biombo, arrojó su plato de bisque de langosta contra la pared. «¡Basta! ¡Eres como perra de criadero!». Y a su hijo: «Solo de mirarla se queda preñada. ¿Le pagas por camada?». Juan Pablo, de siete años, preguntó qué era preñar y camada. Alejandra salió con Camila al pecho sin mirar a su suegra. Desde el pasillo, oyó: «Te casaste con una coneja, Nicolás». Él no la defendió.
Esa noche, en el estudio, encontró una acuarela de su juventud: el esbozo de una mujer volando sobre campos de lavanda. Desprendió la perla central de su collar de bodas y la colocó en el pecho de la figura. Rodó hasta el margen, deteniéndose contra una gota de óleo azul seco como sangre antigua.
El viento, furioso, azotaba el mirador —había subido sola hasta arriba, sin que nadie del personal de seguridad se atreviera a detenerla; a ver quién frena a una embarazada tan decidida— y volvió a llenarle los pulmones, áspero y con un sabor metálico. Santiago avanzó con una tableta temblorosa.
—Terminé el modelo de tu ala delta, mamá. Nada más falta ajustar el ángulo.
Renata le ofreció una pulsera atrapa-pesadillas.
—Funcionó con el conejo gigante que te aplastaba en sueños, mami.
Alejandra recorrió cada rostro como quien hace inventario antes de liquidar una tienda, con una ternura agotada.
—¿Me perdonarán? —preguntó.
—Solo un paso atrás —imploró Nicolás, quizá ahora más asustado de lo que nunca antes había estado—, mi amor. Un pasito y todo vuelve a empezar.
María Cristina se acercó. Olía a flores secas y alcanfor, como un ropero lleno de atuendos muertos. —¡Ya, ya! ¡Piensa! Las acciones del Grupo han caído tres puntos —dijo—. Y es por tu teatro, niña. Hace falta valor… y tú no lo tienes.
Alejandra alzó los brazos. El vestido inflado por el viento la convirtió en un globo grotesco y hermoso. El bebé dio una última patada desde dentro, seca, como un martillo estrellándose contra mármol antes de que el escultor lo suelte. Ella apretó la mano sobre la perla en su palma: estaba tibia, húmeda.
El halcón pasó rozando el edificio. El pie derecho se balanceó (un elefante se columpiaba…) sobre el vacío. Los drones con cámaras descendían en círculos.