Fue en mayo de 1995 la última vez que mi madre me golpeó. El siglo XXI cercenaría ese trato que terminó con una puesta en escena dantesca en el que con mis puños cerrados le grité《no más》. Un cuadrilátero que hacía de casa y un recuerdo hecho película. Años más tarde esa imagen volvió a mí, mientras en mi cama un viernes por la noche, sola como de costumbre, vi la historia de Roberto Mano de Piedra Durán, y su famoso y lapidario 《no más》, que terminó en un KO técnico contra Sugar Ray Leonard. Esa frase que escondía desesperación e impotencia, me reinvidicaria frente a la persona que me había hecho tanto daño.
Ese 《no más》 fue mi pase a una tranquilidad utópica en la que se formaría mi carácter tenaz y masoquista. Luego entendería por qué me gustaba tanto el sabor a sangre en mi boca y disfrutaría entre lágrimas los amores que me demostraban con violencia -según mi adolorido inconsciente- cuanto me querían.
Mi vida, una reivindicación de exigencias, donde el espejo me mostraba diariamente a la persona que más odiaba en el mundo. La terapia llegaría más tarde, a destiempo, como un embarazo a los cincuenta: deseado, pero con muchos nervios.
Ayer en el mar volví a un ratito a mi niñez, en esos momentos en que mi madre empezaría a dibujarse en los rincones oscuros de mi cabeza, como una bruja en mi vida, un olor a madera mojada, un dolor en las entrañas, una incomodidad perenne como un playlist en bucle que repite una y otra vez una canción que me eriza la piel.
Cuarenta y nueve años. Camino y en la sombra que me acompaña miro mi infancia perdida entre victimismo, me sacude la soledad que intentaba extinguir en cuerpos extraños, las noches sin dormir llenas de lágrimas de nada, el sabor a sangre, el sabor a tierra con piedritas pequeñísimas, que más de una ocasión repasaron entre mis dientes, porque el camino de mi casa a medio construir, no lo habían seducido las carreteras asfaltadas.
El ardor de mi cuero cabelludo resentido a unas manos que nunca aprendieron a acariciar. Cuarenta y nueve años y ya no me pregunto qué haré con mi vida, me castigo pensando en lo que no hice.
La violencia se reproduce cuando no conocemos su definición exacta, cuando la vemos disfrazada de cotidianidad, los gritos eran un abrazo de lejos que me hacían sentir entre miedo y temblores, que alguien se preocupaba por mí.
Cuando se reparte la empatía muchos quedan rezagados sin conocer ese sentimiento, el licor en las venas saca a relucir lo mejor de ti o lo peor de todos, cinco años más tarde de la noche del 95, esa sí fue la última vez que la violencia invadió mis brazos y los pinto de púrpura.
Un comentario: 《lo hago por que te quiero》. Un segundo comentario: 《soy tu madre y me respetas》. Una respuesta: 《adiós》.
Cuarenta y nueve años en que mi piel sólo ha sido golpeada por mis accidentes domésticos, por mis descuidos pensando en el crucigrama del domingo.
Ayer tuve una cita, no apareció, o tal vez sí, le dije que iría con un vestido azul de flores blancas, tal vez se espantó, tal vez murió. Mi sorpresa es que no sentí ni la ligera decepción, acostumbro a pasear y a comer sola, ya había empezado sin él. Llame al camarero: 《Otra cerveza, por favor》, me retoqué el labial nuevo que compré para la ocasión; hace días leí que el mejor color de labial es el del tono de tus pezones, vaya sorpresa cuando a la asesora de maquillaje le mostré el color que buscaba.
No sé si era verdad o un articulo más para rellenar una página web sin sentido, solo vi el titulo y desde mi móvil leí un párrafo en diagonal. Me quedaba bien, me sentía bonita, o diría que menos fea de los que normalmente me siento.
Cuarenta y nueve años. Al final deseaba que no llegara, no quiero incomodar a nadie con mi tortuosa historia. Decía mi abuela: “el hábito hace al monje”. Mírame, Nona, hasta el hábito de odiarme me convirtió en toda una experta.
Aprendí a quedarme en el centro de la normalidad, con una pretensión de no resaltar, bajar la mirada y no coincidir jamás con pupilas que quieren prendarse.
Hoy escuchaba un podcast con Eduardo Sacheri y hace alusión a un refrán que nunca había escuchado. Dice:《A veces llueve sopa y uno está con un tenedor en la mano》. Se refiriere a la suerte, y para mi pesar y mi aliviada aceptación de mi fragilidad y optimista mala suerte, porque he aprendido a ser una optimista con mi mala fortuna que me acompaña y persigue, siempre, esperando el golpe.
Dudo de que se está en el lugar correcto en el momento correcto, mi lugar ha sido siempre una pesadilla correcta y ese sinvivir fue adornado con la comprensión de la futilidad de mi vida.
Esta vida que pude tener, porque nunca me enseñaron la salida, o estaba tan ocupada intentando sobrevivir, que no pude alcanzar la puerta de emergencia. Porque la felicidad a veces no se consigue, sólo se extiende la tristeza como mantequilla blanda en el pan, te deslizas entre lágrimas y aprendes a vivir con el humor que desprende la desdicha.
Igual te vas a morir, los epitafios no tienen termómetros de quien se muere sonriendo, los gusanos no escogen los cuerpos más ignorados, a todos nos comen por igual, hasta los que llegan a extrañar la sangre en su paladar.
Entender que no tendré quien me arrastre la silla de ruedas y que para lo único que deseo guarsar un poco de dinero es para una de esas eléctricas que veo a diario cerca de la playa. Me llena de envidia la abuela Cuca en el libro de Santiago Isla, Buenas noches, con su Guadalupe que viste uniforme de rayas azules y la atenderá hasta final de sus días, que le lleva su ensalada de frutas con té a la mesa y le limpia su desorden. Nunca fui de esas familias adineradas con compulsiones y adicciones estrafalarias, nunca tuve tiempo de deprimirme porque nací en la oscuridad, sé que no podré pagarle a una Guadalupe, así que mi ejercicio mental es siempre intentar conformarme.
Cuarenta y nueve años. Discutí con mi ilusión, le dije que no me arropara por las noches y me dejara morir o por lo menos vivir con mi oscuridad.