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David Lynch en Arrakis: La voz de Dios

Con su partida no solo perdemos a uno de los grandes genios del cine, sino también a una voz que supo transformar el caos en arte, la oscuridad en belleza.

En la primavera de 1983, aunque los detalles ahora ya no son tan claros en mi mente, yo tenía ocho años y experiencia como niño actor en teleteatros y telenovelas y, siendo hijo de publicista, modelo de comerciales, lo cual me había dado cierta familiaridad con los foros de filmación. Pero nunca había estado en un set como aquel al que llegué en los estudios Churubusco. 

Entrar a los dominios de Dune, la ambiciosa cinta de ciencia ficción dirigida por David Lynch y producida por Dino De Laurentiis, fue como cruzar el umbral hacia otro planeta. El mundo real desaparecía, sustituido por Arrakis: un desierto artificial e interminable, poblado de fremen (yo sería uno de ellos), gusanos colosales y trajes destiladores.

Mi llegada al set fue fortuita, como suelen ser las historias que se convierten en anécdotas para contar. Una conexión de alguien que me recordaba de un anuncio, un hueco de última hora, y ahí estaba yo, un extra más en el rodaje de una de las superproducciones más esperadas de la época con otras personalidades que ya tenían carrera en México pero que para estar ante Lynch aceptaron roles mínimos, como Humberto Elizondo, Angélica Aragón, Claudia Ramírez (a quien yo ya conocía y ver su rostro amigable entre tanta gente para mí fue un alivio), Ernesto Laguardia, Ramón Menéndez y muchos mexicanos más. 

Al entrar, me invadió esa sensación que solo se tiene a los ocho años, cuando el mundo aún es inabarcable y la magia es tan real como los focos que iluminaban los escenarios. La voz que retumbaba desde lo alto, guiando a actores, cámaras y técnicos, era una presencia omnisciente: la voz de Dios. Esa voz, por supuesto, pertenecía a David Lynch.

Tenía 37 años entonces. Años después, comprendería que ya había hecho historia con Eraserhead y The Elephant Man, pero en ese momento, para mí, era simplemente “Mister Lynch”, el hombre que todos obedecían sin cuestionar. Lo observaba desde mi lugar asignado, rodeado de extras vestidos con ropajes futuristas, sigueindo las instrucciones de los asistentes de producción. 

A pesar de las dimensiones mastodónticas de la producción, el joven de jeans y camisa blanca, tenía una calma hipnótica, un aire de exactitud metódica. Cuando finalmente llegó el momento de que él me dirigiera, caminó hacia mí con una sonrisa que desarmaba. “Okay buddy, stand here,” me indicó, señalando un punto exacto en el suelo. Con delicadeza, arregló un mechón rebelde de mi pelo, que el equipo de maquillaje había convertido en una escultura rococó con crepé y spray. “Are you okay?” me preguntó. Respondí con la mejor versión de mis modales infantiles: “Yes, Mister Lynch, I’m fine”. Lynch me guiñó un ojo y levantó el pulgar, un gesto que años después reconocería como uno de sus sellos característicos. Fue un momento fugaz, casi insignificante dentro del caos del rodaje, pero para mí fue como recibir la bendición de alguien infinito. Esa imagen suya, amable y atenta en medio de una megaproducción, quedó grabada en mi memoria.

Durante mis días en el set, interactué más con los actores que con Lynch. Además de Claudia, que desde entonces y hasta ahora permanece como una amiga entrañable, conocí a Virginia Madsen, que interpretaba a la princesa Irulan (su bello rostro es lo primero que vemos al iniciar la película), ella fue encantadora conmigo, regalándome sonrisas y compartiendo dulces que llevaban los de catering. El enorme Sting, que encarnaba al amenazante Feyd-Rautha, mostró una amabilidad inesperada cuando, en mi inocencia, lo llamé “Mister String” por error. Se limitó a reír suavemente, sin rastro de molestia. Pero Lynch, aunque distante en jerarquía, quedó para mí como el corazón palpitante de aquella colosal maquinaria cinematográfica.

Mucho tiempo después entendí que Dune fue una experiencia de desencanto y muy amarga para él. Las imposiciones del estudio, los problemas de producción, la presión de adaptar una obra tan compleja… todo ello sofocó su singular visión creativa. Lynch renegó de la película, pero para mí siempre será un punto de encuentro inolvidable con su genio, un portal que, aunque truncado, contenía destellos de su talento.

En mi adolescencia, cuando la vida empezó a bifurcarse entre lo que mostraba al mundo y lo que guardaba en mi interior, Lynch regresó a mí con Blue Velvet. Esa película me reveló un lado oscuro y fascinante del sueño americano, con sus fachadas impecables y sus cimientos podridos. La iconicidad de Isabella Rossellini cantando muerta de miedo, la intensidad de Dennis Hopper en total desenfreno, la pureza quebradiza de Laura Dern, a la que Lynch nos enseñó a amar incondicionalmente: todo se conjugaba en un universo que era al mismo tiempo aterrador y hermoso. En esa película, descubrí que la narrativa podía ser tanto un espejo como un laberinto, una forma de explorar las sombras de nuestra propia naturaleza. Fue una película que me hizo querer escribir.

Sin embargo, fue su tan icónico e iconoclasta programa de TV de 1990 Twin Peaks, sublime mezcla de la muy popular soap opera americana y el surrealismo más escalofriante, la obra que definió mi conexión más personal con Lynch. En el personaje de Laura Palmer vi reflejada mi propia adolescencia, cargada de secretos y contradicciones. Ella era la reina de los adolescentes, una prom queen que escondía un abismo de dolor y deseo tras su sonrisa perfecta, hija bienamada de un pueblo que la lleva a encontrarse con un destino espantoso. 

Yo, aunque sin ser tan bonito ni popular como Laura, también llevaba una especie de doble vida, aprendiendo a navegar entre lo que se esperaba de mí y lo que realmente era. Twin Peaks no solo era un telenovela alucinógena; era un retrato de la fragilidad humana, envuelto en una atmósfera de ensueño que solo Lynch podía conjurar y sus dos iteraciones posteriores en ese universo (Fire Walk With Me y The Return, 25 años después)

A medida que crecí, Lynch continuó siendo una figura central en mi universo cinematográfico. Con Mulholland Drive redefinió el misterio y la identidad, con Inland Empire exploró los límites de la narrativa misma y llevó a Laura Dern a donde ninguna otra actriz había llegado antes, y con cada obra demostró que el cine podía ser tanto un poema como una pesadilla. Su capacidad para mezclar lo mundano con lo sublime, lo grotesco con lo bello, era única e inimitable.

Hoy, mientras escribo, me cuesta aceptar que David Lynch ya no esté entre nosotros. Su muerte, tan esperada (desde que anunció su retiro el año pasado vino el presentimiento) como poética, ocurrió en una tranquila mañana de invierno, rodeado de su familia y escuchando la música de Angelo Badalamenti, su eterno cómplice musical, que se le adelantó. 

Con su partida no solo perdemos a uno de los grandes genios del cine, sino también a una voz que supo transformar el caos en arte, la oscuridad en belleza.

Para mí, su muerte también marca el cierre de un capítulo importante y más personal. Aunque nuestros caminos nunca volvieron a cruzarse, siempre recordaré mi paso por Arrakis, cuando un niño de ocho años encontró a la voz de Dios. Lynch, ese gran Boy Scout, me enseñó que el arte puede ser tan insondable como un sueño, tan perturbador como la verdad misma, y por eso, siempre le estaré agradecido.