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De la náusea y del fango

Trató de captarlo todo con los ojos, pero un par de lágrimas se lo impidieron. Darío encendió un cigarrillo. Juan movía la cabeza al ritmo del sucio rock que sonaba más fuerte que todas las sirenas que se lamentaban por la ciudad. El Volkswagen avanzó deprisa cuesta abajo sobre la pronunciada avenida, hacia la noche.

Tenía en la cara una expresión de total ofuscamiento.

—Yo conduzco, Darío —le dijo Juan—. Dame las llaves.

—¡No, no, no! —respondió éste —. Estoy bien. Yo lo hago.

—Dale las llaves, Darío —intervino José —. Estás hecho una cuba. No necesitamos esta mierda. Recuerda lo que le hiciste a la camioneta del vecino la semana pasada.

Darío se quedó un momento en silencio como viendo algo detrás de su amigo y luego soltó una risotada.

—¡Ya, ya, ya! —exclamó —. Está bien, pero trátalo con cuidado. Mi Freddy es una bestia que se respeta.

De mala gana, estiró la mano y entregó a Juan las llaves de su Freddy, un destartalado Volkswagen blanco del noventa y ocho. Entraron. Darío se fue al asiento trasero y buscó de inmediato una lata de cerveza. Adentro, había un pesado olor a humedad y pizza. Juan les preguntó hacia dónde debía conducir.

—Vamos a lo de Tavo —indicó José, que estaba sentado en el asiento del copiloto.

—Esperen —exclamó de pronto Darío—. ¡Mierda! Tengo que bajar. Toma. Te encargo mi birra, cabrón. No la vayas a tirar.

Descendieron y después Darío caminó dando tumbos un par de metros hasta un poste de teléfono y comenzó a mearlo. Hacía movimientos circulares con la cadera como lo hacen los niños cuando orinan a la orilla de la carretera. Al volver parecía revitalizado, como si una parte considerable de su borrachera se le hubiera salido con los orines. Juan encendió el motor y avanzó por la solitaria calle tratando de familiarizarse con el embrague y con la caja de velocidades. Torció a la derecha en la primera esquina y después a la izquierda para salir a la calle Sor Juana Inés. Darío le pasó una cerveza a José y después le ordenó prender el estéreo. Sonaba una de Sabina.

—He recibido un mensaje antes de que llegaran —dijo Darío, atropellando cada palabra—. Una poeta “muy acá” llegará más tarde a lo de Daniela.

Al terminar le dio un largo trago a su lata. José se mantuvo en silencio y también bebió. Juan carraspeó y continuó conduciendo con una creciente sensación de cautela. Creyó escuchar a la distancia sirenas con sordina.

—¿Una poeta, dices?

—Alguna pretenciosa amiga de Daniela, supongo —respondió Darío.

—¿Supones? —exclamó José.

Daniela era la celebridad literaria de la facultad. Para los veinte años ya había ganado cinco premios de poesía, uno de ellos en España y se decía que pasaría el último año de la escuela como residente becada en una universidad alemana. Daniela tenía un futuro brillante y debido a ello una gran cantidad de sus compañeros —cuya aspiración era ser la siguiente gran sensación de la literatura joven— la detestaban. La diminuta promesa se codeaba con artistas, pintores, músicos, dramaturgos y, desde luego, muchos poetas de diferentes lugares. José estaba enamorado de Daniela en secreto, así que fingió que lo que acababa de decir Darío no tenía importancia. En cambio, trató de pensar en cuánto quería a Daniela en secreto, o si en verdad la quería o no. Esas cosas colocaban a José con una bajona terrible. De pronto, le dieron muchas ganas de estar tan borracho como lo estaba su amigo.

—Entonces, ¿a dónde? —preguntó Juan.

La ciudad era por aquellos días algo así como una trituradora de carne. Lo más prudente era confinarse en casa pasadas las once. Cada noche, sin falta, había como mínimo cinco ejecuciones extrajudiciales. Los niveles de violencia en las calles estaban más allá de cualquier estadística que se diera a conocer en periódicos o noticieros. Los principales medios de comunicación estaban pagados por el gobierno: no informaban el horror, saturaban la programación con campañas desechables para aumentar la credibilidad de las instituciones y reiteraban ad nauseam que la victoria en contra del crimen organizado estaba cada día más cerca. Un cartel criminal tenía secuestrada a la mitad jodida de la ciudad. El gobierno, desde luego, no quería pagar el rescate. “Nada de negociar con terroristas”, había dicho el gobernador. Los Zetas, por su parte, se habían ofrecido para “liberar” a la población, pero lo que hicieron fue llegar y cagar a tiros a la gente sin discriminar. Pese a todo, la población pretendía llevar una vida más o menos normal y a veces casi lograban creérselo, pero luego aparecían nueve ejecutados tirados en alguna avenida o afuera de un Oxxo y el ofuscamiento general regresaba.

—Vamos a lo de Daniela —exclamó José.

—Entendido —respondió Juan.

—La lectura en El Limbo fue una mierda —dijo Darío mientras destapaba otra lata de cerveza—. Cuauh se subió a una mesa y comenzó a recitar un poema de Rilke, y después se bajó la bragueta. Las mujeres que estaban oyendo se salieron del cuarto. Pensarían que iba a sacarse la verga allí mismo. ¡Ja, ja!

—¿Cuál era el poema? —preguntó José.

—No lo sé. Yo ya estaba medio borracho.

—¿Al menos recuerdas de qué trataba?

—Algo sobre amar ruinas y montañas y muchachas.

—¡¿Y qué tiene qué ver eso con sacarse la pija enfrente de todos?! —gritó indignado José —. Pásame otra birra, cabrón.

Al ritmo que estaban bebiendo, los dos amigos estarían acabados para cuando llegaran a lo de Daniela. Lo primero que Juan pensó fue: debería largarme a casa de una buena vez. Torció a la izquierda para incorporarse a la calle que llevaba al Hospital General. El desasosiego se cernía sobre él y se puso a extrañar a Miranda. Lo segundo que pensó fue: Miranda, Miranda y sus labios, Miranda y sus reclamos, Miranda y sus pechos, Miranda y su encantadora risa entrecortada, Miranda y su despiadada frialdad, Miranda y su providente cuerpo de ninfa. Qué jodidas semanas se había pasado desde el rompimiento. Casi no iba a la facultad para no encontrársela. Perdía las horas en plazas públicas y en cafés leyendo autores subterráneos o caminando de madrugada por calles de muerte, como un animal enfermo.

—¿Te dijo Daniela el nombre de la poeta? —preguntó José.

Darío se metió la mano al bolsillo de los jeans y sacó su móvil. Eructó escandalosamente. Se puso a picotear los botones del aparato con torpeza y se reía al hacerlo.

—Nami —dijo por fin—. Nami Park. ¿Qué clase de nombre mamón es ése?

—Es coreano —declaró José —. No puedo creerlo. ¿De verdad dice ese nombre?

—Si. Aquí está, mira: “Kaile al depa. Les kiero presentar a mi amiga Nami Park”.

Darío se adelantó y mostró a José la pantalla del móvil.

—Nami Park —repitió, y volvió a eructar muy cerca del oído de José —. Y es su amiga. ¡Ja, ja, ja! Mira, ¿ves? SU amiga.

—Wey, Nami es de verdad una poeta. Yo la he leído —dijo José—.

Klei, el libro que la joven coreana había escrito (esto decían las historias) en el transcurso de una sola y enigmática noche en una cabaña en el paso de Yoshino, en Japón, era algo en verdad extraordinario. Las cosas que Nami decía en Klei eran para José como el lamento de una deidad taciturna.

—Hierba de verano: / eso queda de los sueños / de unos guerreros —recitó, pero ni Juan ni Darío alcanzaron a escucharlo por el volumen alto del estéreo y resolló —. ¡Pregúntale si Nami sigue allí!

Darío ignoró la petición de su amigo y apuró el resto de su cerveza de un sorbo. Después se dobló y sacó de la parte de atrás del Volkswagen otro six.

—No subas por Ventura Puente, Juan —dijo José —. Hay puercos en el cruce con Acueducto. Dale hasta Lázaro Cárdenas y subimos por Vasco de Quiroga.

Había reglas no escritas para deambular por la ciudad a esas horas de la noche: la primera y la más importante era alejarse de la policía. Otras reglas eran: revisar continuamente los espejos retrovisores, no mirar a los demás conductores (sobre todo si estos iban en camionetas), tomar distancia o de plano ir en dirección opuesta a los vehículos sin placa o con placas viejas, evitar las calles estrechas o de un solo sentido, prestar atención a los sonidos de las sirenas y a las luces de las torretas.

A la altura del mercado Independencia, Juan vio una patrulla acercándose, que los adelantó por la izquierda. Unos diez metros después de la esquina en donde terminaba el mercado la vieron detenerse al lado de una Suburban blanca que esperaba el cambio del semáforo. El Freddy avanzó lento, manteniendo distancia de la patrulla.

A la primera ráfaga, José y Juan agacharon la cabeza en perfecta sincronía. Éste se aferró al volante y primero pensó si debía meter el acelerador a fondo o echarse en reversa. El pánico lo hizo frenar de golpe y el motor se apagó. Dio un llavazo y el Volkswagen no respondió, pero lo hizo de nuevo y funcionó. De la puerta trasera de la patrulla salieron dos sujetos, todos vestidos de negro y con equipo táctico. Con sus cuernos de chivo comenzaron a rafaguear el costado de la Suburban, que primero derrapó en un intento por escapar, pero que luego quedó suspendida a merced de los sicarios.

—¡Métele, métele, Juan! —gritó José a su amigo. Estaba hecho un ovillo en el asiento.

Juan dio un volantazo para girar hacia la derecha y en el cambio de velocidad el motor del Volkswagen rugió. El vehículo se subió a la acera y por poco se estampa contra una camioneta de redilas estacionada.

—¡NO MAMES! ¡NO MAMES! —gritó Darío, que del brusco movimiento de su auto dio tumbos en el asiento trasero.

Juan torció el volante en la otra dirección para enfilarse y, cuando sintió que tenía a Freddy bajo control metió el acelerador a fondo.

—NO MAMEN! ¡YA SE CHINGARON A ESOS CABRONES! ¡NO MAMEN! —dijo Darío histérico mientras miraba por la ventana trasera.

Detrás de ellos aún se escuchaba el fuego a quemarropa. A mitad de la manzana se encontraron con un carro de frente que los insultó con el claxon y Juan se dio cuenta que iba en dirección contraria a la calle. El otro auto se echó en reversa cuando escuchó la balacera. Sin esperar, Juan se subió de nuevo a la acera para avanzar y la carrocería del Volkswagen gritó de dolor. Dobló a la izquierda en la siguiente esquina y luego a la derecha casi sin disminuir la velocidad.

Varias manzanas más adelante se estacionaron. Juan apagó el motor y las luces. Era una calle totalmente desconocida para él. José estaba sudando. Los pulmones le ardían cada que jalaba aire. Bajó el vidrio de la ventanilla y aspiró con fuerza. Sentía una bola en la garganta y le costaba trabajo tragar saliva. Abrió la puerta de su lado y bajó a echar un vistazo. Juan soltó finalmente la palanca de velocidades. Le dolían los dedos y el hombro izquierdo. A lo largo de casi toda la manzana no había luz. Recargó sus brazos sobre el volante, reclinó la cabeza y cerró los ojos, aliviado. Escuchó el sonido de una lata de cerveza abriéndose y el ladrido de un perro en alguna de las azoteas. La mano de Darío le tendió la bebida. Después, éste destapó otra lata y se la entregó a José y después hizo lo debido con él mismo. Inmediatamente después los tres comenzaron a escuchar el escándalo policiaco. José regresó al interior del Freddy y se bebió de un tajo el contenido de la lata.

—Estas mierdas ni Palahniuk, compadres—exclamó Darío, y les dio a cada uno una palmada en el hombro.

En un par de minutos se levantarían retenes por toda la zona. Lo prudente era largarse cuanto antes. Situaciones como la que acaba de ocurrir servían a los puercos para realizar toda clase de abusos: manosear mujeres, sembrar droga a los trasnochados o inventar infracciones para después sacar sobornos a punta de amenazas y chantajes. A pesar del dolor en las manos y en su cabeza, Juan encendió el motor. Este bramó con entusiasmo como diciendo: “ahí van de nuevo, pendejos”.

—Pásame otra birra —le pidió José a Darío, indicando con un gesto claro de la mano que necesitaba alcohol desesperadamente.

—Ésta es la última —le dijo.

“Calles como venas por las que corre la sangre de una bestia narcotizada: la ciudad. Morelia: mitad amante, mitad trampa, en cuyo cuerpo invertebrado el mal se esparce como por el asfalto se esparce el vómito de un drogadicto”, se dijo a sí mismo Darío. El susto no le había quitado lo borracho y ya estaba pensando en el comienzo de un futuro cuento.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El Volkswagen avanzaba, pero Juan no respondió nada. Amparados por la indiferencia de la oscuridad, trasegaron sin toparse con una sola alma hasta la Plaza Capuchinas y siguieron más hacia el norte, hasta que las cutres fachadas de la colonia Ventura Puente se fueron transformando en solemnes muros de cantera. Al salir a la avenida Madero vieron muchas patrullas movilizándose. Juan rodó despacio hasta el Jardín de las Rosas y dobló a la derecha. Dieron vuelta en la esquina siguiente. Cuando llegaron a la altura del hotel de La Soledad, Juan aparcó el auto. José lo miró fijamente.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí. Sí lo estoy. Vaya mierda, ¿uh? —dijo Juan.

—Vaya mierda, amigo —dijo José, y sonrió por fin.

—Hay un Oxxo aquí a la vuelta —dijo Darío.

Los dos se giraron a verlo.

—¿Qué? —dijo Darío.

Éste y José bajaron. Juan les pasó un billete de doscientos.

—Me traen alguna cosa con taurina.

Los vio caminar a paso ligero bajo las luces amarillas que a ratos tintineaban. Iban hasta el culo de borrachos. Los unía su inocencia y su patética desfachatez. Parecían personajes de Bukowski en una noche cualquiera. Juan empezó a sentirse francamente triste. Sus dos amigos: remansos de un mundo roto, nacidos en la batalla, criados por la ausencia de modelos a seguir, cachorros hambrientos, poetas de la náusea y del fango. Miró la hora en su móvil y comprendió que ya era demasiado tarde. No había forma de que una prominente poeta coreana estuviera en una borrachera doméstica a esas alturas de la madrugada. La imaginó, en cambio, placenteramente dormida sobre una suave cama tamaño king size en una habitación de algún hotel de los alrededores. Nami Park: una bella anomalía en el sótano del infierno. A la mañana siguiente, apenas abrieran las librerías, iría a buscar Klei.

Se sintió más sereno al ver regresar a sus amigos. Cada uno cargaba con un six de cervezas en cada mano. Darío traía, además, una bolsa grande de frituras.

En cuanto subieron al auto, Juan lo encendió y con inusual destreza se dio vuelta. Echó a andar primero por donde habían llegado, pero luego torció a la derecha. Siguió un trecho hasta que vio la calle bifurcada de Morelos y Nacozari. Lo de Daniela estaba en la colonia vecina, un poco más allá del monumento de El Pípila. Darío, que ahora iba en el asiento del copiloto, les ofreció frituras mientras subía el volumen de la música. En el estéreo comenzó a sonar Goin’ Out West.

“Es extraño”, pensó José; “estar vivo es extraño. Con todo, es agradable hundirse así”. Trató de captarlo todo con los ojos, pero un par de lágrimas se lo impidieron. Darío encendió un cigarrillo. Juan movía la cabeza al ritmo del sucio rock que sonaba más fuerte que todas las sirenas que se lamentaban por la ciudad. El Volkswagen avanzó deprisa cuesta abajo sobre la pronunciada avenida, hacia la noche.

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