El vuelo aterriza en Copenhague con un pequeño retraso. Después de atravesar los controles de seguridad recojo mi maleta y sigo las indicaciones que señalan la salida. Me fijo en los carteles que tienen los tipos bien vestidos que esperan a los viajeros. Ninguno lleva mi nombre. Temo que mi contacto se haya hartado de esperar y me deje plantado en el aeropuerto, en estos años he visto de todo. Saco mi teléfono y busco su número. Los tonos se suceden sin que nadie descuelgue. Maldigo unas cuantas veces y decido ir a la cafetería. Pido un capuchino y un sándwich mixto y me siento en una mesa delante de la televisión. Están retransmitiendo la repetición de una carrera de bicis. Un tipo vestido de rosa se pone en posición aerodinámica y desciende a cien kilómetros por hora. Patética manera de jugarse el pellejo. Entro en mi aplicación de WhatsApp y escribo un mensaje a Vane.
“Recién aterrizado. Nadie en el aeropuerto para recibirme. LOL.”
Bloqueo el teléfono. Luego me lo pienso mejor, lo vuelvo a encender y entro de nuevo en la conversación.
“Te quiero.”
No me acostumbro a esta situación. Convivir con una persona, tener planes de futuro. Pensar en algo que va más allá del día a día e ir tirando. Para mí la soledad era lo único seguro que había en la vida. Hasta ahora.
Pido un segundo capuchino en un envase para llevar y busco la sala para fumadores. Pregunto a una chica con el pelo teñido de rosa que trabaja limpiando. Barre el suelo con una escoba tratando de pasar desapercibida. Cuando me dirijo a ella se quita unos auriculares de los que sale un sonido ensordecedor.
—¿La sala de fumadores?
Me mira unos segundos, como preguntándose de qué manicomio me he escapado. Luego señala una pequeña salita que está a unos cien metros. Vuelve a ponerse los auriculares y se da la vuelta limpiando un suelo que brilla. Ocupo la silla que está al lado de un cartel con el dibujo de unos pulmones negros y enciendo un piti. La habitación no tiene ventanas, así que el humo es sacado al exterior por unos potentes extractores que suenan como el motor de un coche de rally. En sillas alternas hay tipos vestidos de traje que miran sus teléfonos entre grandes caladas. Saco el libro que estoy leyendo estos días, una recopilación de relatos de ciencia ficción. Este capítulo trata sobre una invasión de alienígenas diminutos del tamaño de pulgas, que se introducen en el cuerpo de la gente para tomar el control de sus cerebros. No puedo dedicarle mucho tiempo porque al poco entra una llamada. Lo cojo rápido esperando que sea Vane. Cuando veo un número que no conozco siento una pequeña decepción.
—¿Si?
—¿Amigo?¿Dónde estás?
Mi contacto se presenta una hora y media tarde y ni siquiera se disculpa. Es un hombre de color de casi dos metros de alto que dice llamarse Nick. Sus ojos rojos y su ritmo lento me indican que ha estado fumando a base de bien. Cuando llegamos a su coche enciende la radio y pone el motor en marcha. Tarda dos segundos en sacar un peta de la guantera y lo fuma mientras conduce por la ciudad.
El tráfico aquí es distinto al de cualquier gran urbe. En vez de conductores histéricos queriendo llegar ya al trabajo y atascos y sonidos de claxon, las avenidas están casi vacías. Sin embargo, el único carril para bicis está saturado. Echo un vistazo al teléfono. Los mensajes que mandé a Vane están sin leer.
Llegamos a Christiania y Nick aparca el coche subido a la acera. Saca mi maleta y ponemos rumbo a la calle principal caminando.
—Aquí mejor no te separes de mí, amigo.
—No pensaba hacerlo.
La Ciudad Libre de Christiania es un barrio parcialmente autogobernado en el centro de Copenhague donde habitan unos mil residentes. Aquí se permite el consumo y la venta de drogas blandas como la marihuana y el hachís, ya que las autoridades no hacen acto de presencia en la zona. Eso hace que puedas encontrar todo tipo de calaña. Atravesamos Pusher Street y llegamos a la zona residencial. Mi acompañante se dirige a un edificio de ladrillo que tiene grafitis pintados en los bajos. Un grupo de chavales nos tapan el acceso a las escaleras. Nick habla con ellos, se apartan y nos dejan bajar. Ocupando todo el sótano hay un gran despliegue de lámparas, focos y tubos extractores. Multitud de pequeñas plantas de marihuana, macetas y tierra. Nick se la choca a un chico rubio de coleta que lleva el brazo en cabestrillo, hablan algo que no logro entender y el enorme negrata sale de allí sin despedirse. Coleta Rubia viene sonriendo y se presenta en un perfecto español.
—Encantado de conocerte. Espero que hayas tenido un buen viaje. Lamento que Nick te hiciera esperar. No es muy puntual, pero para moverse con seguridad por aquí no hay nadie mejor.
—No sería mi pareja ideal para jugar a la Play Station. A parte de eso, no hay problema.
Me enseña todo el montaje. Han seguido los planos al dedillo. Además han robado la toma de luz y de agua del servicio municipal. Me lleva al ordenador central que controla todo el sistema y conecto mi portátil para descargar el programa.
—¿Quieres tomar algo mientras tanto?¿Un refresco, agua?
—Si tienes Coca Cola sería genial.
Me trae un bote y lo bebo en dos tragos. Acabo con la instalación y compruebo que la aplicación funcione. Todo el proceso se puede controlar desde la pantalla. El sistema de riego, el medidor de PH o el control de las lámparas. Coleta Rubia me sigue mientras fuma un canuto finísimo. Cuando lo tengo listo, apaga el fumeque y se dirige a mi.
—¿Sabes? Me preguntaba, ahora que hemos instalado el material que nos vendiste y tus semillas, y una vez descargado el programa que hace todo el trabajo…
—¿Si?
—Me preguntaba qué pasaría si te hiciéramos desaparecer.
Desenchufo mi ordenador y lo guardo en la funda. Lo meto en mi mochila mientras le miro a los ojos.
—No pasaría nada. Solo que cuando haya que actualizar el sistema, cosa que hace todos los meses, el programa colapsa si no soy yo quien mete su nueva contraseña de manera remota. Quedaría inservible y toda vuestra inversión se iría al garete. Sería algo terrible.
Me mira, sonríe y me choca su mano buena.
—Solo estaba bromeando. Esperemos que no te pase nada, entonces.
Subimos a un ascensor muy antiguo. Tiene verja metálica en vez de puerta de seguridad. Ascendemos a la primera planta y entramos en un piso muy amplio, casi sin paredes. En el salón un grupo de jóvenes juega a las cartas mientras beben zumo de naranja. Coleta Rubia dice algo en voz baja a una chica y se despide de mí.
—Esta es Jonna. Será tu guía durante el día de hoy. Estará ahí para lo que necesites. Puedes usar el baño si quieres darte una ducha. Luego ella te enseñará el barrio. Por la noche daremos una fiesta en tu honor en la azotea, estará muy bien. Nos vemos.
El tipo desaparece en el ascensor y la chica coge mi mano para llevarme al aseo. Señala la mampara y se queda ahí plantada. Viste unos pantalones muy cortos y una camiseta de tirantes. No lleva sostén, los pechos cuelgan de manera natural. Me mira y sonríe. Tras unos segundos, por fin me deja solo.
Me pego una ducha rápida con agua fría. Estoy tentado de liberar tensiones ahí mismo, pero el hecho de estar en un cuarto de baño ajeno hace que me sienta inseguro. Me pongo ropa cómoda y cuando voy al salón Jonna me acerca una bandeja con un par de emparedados de crema de cacahuete con mermelada. El resto de los chicos siguen jugando a las cartas, al UNO. Me siento en un taburete y saco el teléfono. Los mensajes no entran al WhatsApp de Vane, eso hace que me preocupe un poco. Le mando un correo electrónico, igual es una tontería, pero si me contesta me quedaré más tranquilo.
Cuando acabo de almorzar el grupo se pone en pie y se dirige a la salida. Me indican para que les acompañe. Bajamos por las escaleras y en un momento estamos en la calle.
Aquí parece que se ha detenido el tiempo. La mayoría de los edificios tienen pintadas con eslóganes de los años setenta. Rollo paz y amor y no a las guerras. La peña lleva pantalones muy anchos y ropa de colores vivos. En el grupo de amigos de Jonna varias chicas van descalzas. De vez en cuando se ve algún turista o chavales de la ciudad que vienen a por droga. Los puestos de venta se agrupan en una zona concreta, donde puedes comprar todo tipo de sustancias, las cuales son expuestas como si fueran un queso en un mercado tradicional. Parece un paraíso anarquista. Nada más lejos de la realidad. Todo está controlado por unos pocos grupos que manejan el lugar y sus trapicheos como cualquier conglomerado mafioso. Pero eh, no me quejo. Estas cosas me dan de comer. Y bien, además.
Llegamos a un skate park y el grupo con el que voy pilla unos patines. Se lanzan a deslizarse y a hacer trucos. Un chaval con pelo de color platino viene hacia mí invitándome a bajar con ellos. Hago gestos con la mano.
—No gracias. No puedo. Me encantaría, pero no puedo.
—¿No? ¿No skate?
Me señalo a la pierna y pongo cara de dolor.
—Una vieja lesión. La pierna no me funciona bien.
Al acabar mis estudios de informática me fui a Panamá. Allí tenía un buen puesto de trabajo y ganaba mucho dinero. Lo gastaba básicamente en irme de fiesta. Alcohol, drogas, prostitutas, etcétera. Al final consumía cocaína todos los días. Meterme una raya era lo primero que hacía por la mañana. Las dejaba preparadas en la mesita de noche antes de acostarme. Tuve un accidente cardiovascular en una pierna que casi me mata. Los médicos fueron un desastre, volví a Asturias en unas condiciones físicas muy malas. La parte izquierda se me quedó echa polvo, aunque la cojera solo se me nota al correr o al hacer deporte. Como la verdad es demasiado larga de explicar y expone demasiado cosas de mi vida, suelo contar lo de la vieja lesión.
Saco mi cámara Reflex de la mochila y empiezo a hacer fotos a los grupos que están patinando. El parque lleno de grafitis en un entorno de aspecto post industrial. Es como retratar un lugar donde se paró el tiempo. Apunto hacia el grupo de Jonna. Un chico con la camiseta de Brasil se acerca a ella y le mete la lengua en la boca. El tipo mira hacia mí justo cuando disparo dos fotos. Viene corriendo y trata de arrebatarme la cámara. Yo me niego. Se forma un pequeño revuelo que se resuelve cuando interviene Nick, que no sé de dónde ha salido. Le dice algo que no logro escuchar al otro tío. Después se acerca a mí y habla con voz ronca.
—Aquí mejor no hacer fotos, amigo. No se hacen fotos en Christiania.
—Ok, ok. No lo sabía. Dile a los chicos que lo siento.
Nick habla con el grupo. Me pregunto si me ha estado siguiendo todo este tiempo. Los ánimos se templan un poco, aunque Camiseta de Brasil sigue mirándome con odio. Recogemos los bártulos y volvemos al edificio dando un rodeo. Paramos a tomar un aperitivo en un bar que se llama Nirvana. Es un enorme remolque de camión remodelado con paneles de chapa que imitan a madera. Los chicos piden unos zumos de fruta de color verde y galletas veganas y tofu de remolacha. Me encantaría comerme una hamburguesa con queso ahora mismo, aunque sería la escusa perfecta para que esta tribu me quemara en una jaula. Pido un café que me sirve una niña. Si tuviera que apostar diría que tiene doce años. El líquido es de un tono marrón claro. La niña se queda a mi lado, mirándome.
—¿No lo vas a probar?
—¿El café? Claro, ahora mismo.
—¿Y bien?¿Te gusta?
El líquido sabe poco más que a agua sucia.
—Está muy bueno.
—Son granos de comercio justo. Los conseguimos por un amigo de mamá. Ella dice que el café es una droga de mierda, pero a mí me gusta.
—¿Tienes edad suficiente para tomar café?
La niña me sonríe y se va. Vuelve detrás de la pequeña barra, donde habla con su madre. Luego me señala y la mujer me mira con cara de pocos amigos. Decido arrimarme al grupo. Pruebo una galleta por cortesía y me levanto para pagar la cuenta. Tengo ganas de irme de aquí, tal vez así capten el mensaje. El precio de las consumiciones es ridículo, mucho más barato que en cualquier cafetería que conozca. Dejo un billete de veinte de propina y salgo a la calle a fumar un cigarro, mientras espero a que el grupo de perezosos recoja sus cosas. Veo a Nick a lo lejos. Está parado en un puesto callejero que vende mandanga. Me parece mucha casualidad como para no pensar que definitivamente me está siguiendo. Antes de que acabe el cigarro sale la niña de la cafetería, me devuelve el billete de veinte y se despide con la mano.
Cuando volvemos al edificio se oye una música que procede de la azotea. Subimos en el viejo ascensor. Desde arriba hay una bonita panorámica del barrio y se ven los edificios más altos de Copenhague. Varios grupos de personas se juntan entre sofás hechos a mano con estructuras de palés de madera y un montón de plantas con flores. En la esquina, un veterano dj con sombrero pincha clásicos del northern soul. Casi todo el mundo fuma hierba y tienen sus bebidas a mano. Estos momentos en los que me encuentro rodeado de tanta gente son los que hacen que se acentúe mi sensación de soledad, igual que me pasaba en el orfanato. La peña se agolpa alrededor de los aperitivos y beben y bailan. Nunca he sabido manejarme en estos ambientes. Coleta rubia se acerca cuando me ve y me trae una Coronita.
—Todo esto es por ti. Me gustaría presentarte a unas cuantas personas.
—¿Posibles inversores?
—Si. Es gente interesada en nuestro mismo negocio. Pero eso puede esperar. Disfruta de la fiesta. ¿Aviso a Jonna para que te saque a bailar? Me dio la impresión de que te gustaba.
—¿Es novia del chico de la camiseta de Brasil?
—Viven su amor libremente. Quizás él lo lleva un poco peor.
Doy un trago a mi Coronita. Odio la cerveza con aroma a tequila, pero no hay nada mejor a la vista. Coleta Rubia se empeña en darme conversación.
—¿Qué te ha parecido el barrio?¿Vivirías aquí?
Como ya esperaba recibir esta pregunta en cualquier momento, tengo una respuesta pensada.
—Creo que no me encontraría a gusto en Christiania, estoy demasiado occidentalizado.
No me va este sistema de vida comunitario. La obligación de desarrollar al grupo en vez de la persona. Yo soy un individualista convencido. Hace poco que compré un piso en el que vivo con mi novia. Firmé un préstamo con el banco que sella una relación con más garantías de ser duradera que cualquier compromiso humano. Ahora vivimos Vane y yo juntos. No cambiaría eso por nada del mundo, aunque a veces me sienta agobiado. Mis ordenadores, mi hipoteca y ella. Y mis sistemas inteligentes de jardinería informática. Vuelvo a mirar el teléfono esperando ver una respuesta a los mensajes que le mandé, pero seguimos igual.
Siento una gran presión en la sien y en mi vejiga. Miro a mi alrededor buscando donde orinar. Poso la cerveza, que está casi intacta, y bajo por las escaleras hacia el primer piso. En los rellanos hay parejas que se dan arrumacos. Dos chicos de color se meten unas pastillas en la boca y luego se dan el lote. La puerta del primero está entreabierta. Pico antes de entrar por miedo a pillar a alguien in fraganti. En la mesa de la cocina hay un montón de botellas y paquetes de patatas, parece que es el lugar donde se organizó la fiesta. Paso al baño y meo durante más de un minuto. Cuando salgo veo una figura en el salón. En la penumbra trato de adivinar quién es. Se quita la camiseta y sus pechos se quedan al aire. Es Jonna. Parece aún más joven y atractiva que antes. Estira sus brazos para atraerme hacia ella. Busco la manera de decirle que esto no es apropiado, aunque lleva su mano a mi entrepierna, nota una erección y se ríe. La alejo de mí con brusquedad y busco la puerta de salida. En lugar de eso lo que encuentro es la mirada furiosa de Camiseta de Brasil, que se abalanza sobre mí y comienza a darme golpes en la cara. Un momento después alguien me lo saca de encima y lo lanza contra la pared. Se acerca a él y lo reduce de un cabezazo en la nariz. Es Nick, el enorme negrata que hace de ángel de la guarda. Me levanta del suelo y sacude la suciedad de mi camiseta. Jonna observa toda la acción con sus manos tapándole la cara. Cojo mi maleta y la mochila y bajo a toda pastilla por las escaleras. Cuando llego a la calle unos chavales me cierran el paso y me dicen algo que no logro entender.
—Va conmigo.
Nick aparece detrás de mi, pone su mano en mi hombro y me lleva como si fuera un niño.
—Supongo que quieres largarte de aquí.
Asiento con la cabeza.
—No hay problema. Yo se lo explicaré a Tobías. Te puedo llevar a un hotel de la ciudad, es de un buen amigo mío. Te hará un precio especial.
Montamos en su coche y salimos del barrio. Tarda un segundo en sacar un peta de la guantera y lo enciende. Atravesamos la ciudad de noche. Se adivina una temperatura gélida por la ropa que llevan los transeúntes. El tráfico de vehículos es aún menor a esta hora. Hay grupos de adolescentes que caminan en busca de algún lugar donde divertirse. Nick toma una honda calada y rompe por un momento el silencio del viaje.
—El puto Christiania, capaz de lo mejor y lo peor. Tanta libertad te vuelve loco.
—¿Tú no vives allí?
Niega con la cabeza y seguimos el viaje en silencio. Poco después llegamos a un pequeño hotel de madera que da al canal, en una calle tranquila. Aparca en medio de la vía con los cuatro intermitentes y me ayuda a bajar la maleta. En la recepción habla con un chico muy alto que lleva una melena oscura que le cae en la espalda, se dan la mano y luego me da unas indicaciones.
—Mi colega te cobrará la mitad del precio, por la hora de entrada. Si necesitas que te lleve mañana al aeropuerto me puedes llamar a este móvil.
Me da una llave que lleva dibujado el cinco en un gran llavero de madera y una tarjeta con un número de teléfono apuntado en color dorado. No hay ningún nombre ni dirección.
—Si no es así, quizás me quieras llamar en un futuro si vuelves por la ciudad. Cuídate.
Da la vuelta y se dirige al coche. Le digo gracias cuando cierra la puerta, pero no sé si me escucha. Subo a la habitación sin hablar con nadie más. En el ascensor veo que tengo un ojo amoratado. Una vez consigo abrir me lanzo a la cama. Miro el teléfono pero sigo sin recibir respuesta a mis mensajes. Cierro los ojos y dejo que me invada la oscuridad.
Cuando me despierto ya es de día, me pego una ducha rápida y libero tensiones que son lanzadas hacia el desagüe rememorando los pechos caídos de Jonna. Me visto con la misma ropa del día anterior y bajo a la recepción. Un joven de rasgos asiáticos vestido de camisa y chaleco verde me da los buenos días. Me cobra y dice que mi amigo ha dejado pagado un desayuno en el pequeño bufé del hotel. Debido a la hora, casi todas las mesas están libres. Detrás de mi, una pareja habla casi susurrando. Por la diferencia de edad quiero pensar que son padre e hija. Tomo unos huevos revueltos, un par de tazas de café y zumo de naranja. Le pido al chico asiático que me llame a un taxi y le dejo una generosa propina. Hago el viaje hacia el aeropuerto en silencio, sin responder a las pocas preguntas que me lanza el conductor. En la radio una emisora local emite un programa en danés donde se alternan canciones populares con grandes parrafadas de los locutores.
Llegamos temprano, debo esperar un par de horas hasta que salga mi avión, por lo que alterno la cafetería con la sala de fumadores. Miro un par de veces el teléfono y consulto la cuenta del banco donde el grupo de Christiania ha hecho un nuevo ingreso. Abro el ordenador y accedo al programa para echar a andar las nuevas funciones.
Un mensaje de la megafonía nos manda embarcar y cuando me quiero dar cuenta estoy cruzando Europa por los cielos. Aún me sudan las manos, es algo que me sucede siempre al despegar. Trato de no pensar en nada hasta llegar al aeropuerto de Asturias, aunque me vienen a la mente una y otra vez los pechos de Jonna, con una intensidad que es avivada por las punzadas dolorosas de los golpes de Camiseta de Brasil. Cuando el piloto enfoca la pista de aterrizaje miro por la pequeña ventanilla. Observo como nos acercamos al suelo a toda velocidad y la distancia cada vez más corta que nos separa del acantilado. Tiendo a pensar que el avión no va frenar a tiempo y que nuestros cuerpos serán un amasijo de carne y vísceras que los voluntarios sacarán de entre el fuselaje, unos centenares de metros más allá, entre las rocas y el mar.
Cuando el aparato se detiene estoy hiperventilando y tiemblo. Me dirijo a recoger mi equipaje. La sensación de déjà vu me llena la mente. No hay nadie en el aeropuerto para buscarme. Vane tiene sus mensajes sin leer.