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El regreso

No queda ni rastro de nostalgia o tristeza. Ahora solamente hay un poco de esperanza, tal y como cuando nadaba de niña.  

Desde hace tiempo, Rachel soñaba con la mar de Esmirna y no podía evitarlo. Por más que intentaba no pensar en esa época, en cuanto se acostaba y cerraba los ojos se le aparecían las olas del mar Egeo, el olor a la comida hecha en casa y la música que tenían las palabras en ladino cuando se las susurraban al oído. Todo esto, sin embargo, era bueno. Porque los malos recuerdos suelen ser pesadillas. Aunque la realidad era que pensar en aquellos años también traía consigo un poco de nostalgia y tristeza. Al final, el mundo había cambiado y ahora ya no quedaba casi nadie que pudiera entender lo que ella hablaba en sus sueños. Pero eso sí, la mar de Esmirna seguía igual, porque eso tiene el pasado. Allí las cosas viven en un presente continúo y, también allí, Rachel nada otra vez con sus amigos, como antes lo habían hecho sus ancestros cuando venían huyendo de España.

A pesar de eso, la tristeza es mucha y Rachel no sabe qué hacer con ella. Por lo mismo, después de pensarlo bastante, decide que es momento de buscar un lugar donde nadar en la ciudad. Quizá eso sea lo que necesita su cuerpo. Y mirando a sus nietos como antes a ella la miró su abuela, les dice muy contenta que hoy no podrá desayunar con ellos, porque se acaba de inscribir a un club y tendrá, por una hora, toda la alberca para ella sola.

En fin, los recuerdos y los sueños todavía persisten. Pero no queda ni rastro de nostalgia o tristeza. Ahora solamente hay un poco de esperanza, tal y como cuando nadaba de niña.