Siete y cuarto de la madrugada. He dormido peor que un alcohólico sin trago. Mis legañas de hiedra trepan por las cejas y las lentillas se me pegan como el suelo del baño del aeropuerto de Estambul. En ningún momento pensé que la mochila horaria me fuera a pesar tanto. ¡Quién fuera Sísifo!
Mi rostro es pálido y mis ojeras son carbón. Asomo medio rostro, gris, carraspeo dos veces y me bajo del autocar. Creo reconocer la humareda de una aldea local. Veo un popurrí de miradas, firmes, que nos gritan mzungu sin decir palabra. Los niños solo me miran a los ojos, creo que llevan tiempo sin ver un verde sobre blanco. Nadie sabe donde estamos, aunque apostaría mis nuevos y flamantes chelines a que, en caso de accidente, todavía podríamos volver a Entebbe con una pasa por rueda.
El humo es una meada ascendente y las suelas se tiñen de rojo. Algunos solo observan las miradas locales desde el visor de su Nikon. La piña es extremadamente barata. Todo es barato aquí.
Siento que la ilustre “Perla de África” va a ser un saco de decepciones. En realidad, solo cargo el malestar que preludia toda calma.
Ni siquiera la psiquiatra italiana Graziella Magherini hubiera sido capaz de predecir que, también yo, me iba a convertir en un realista francés.
Pocas horas después empezaré a notar los primeros síntomas del síndrome. Debo reconocer que el novelista jamás exageró.
Han pasado ocho días. Me asusta volver.
Espero que me ayude a encontrar, también en casa, todo el amor que he sentido aquí.