Cuando cunda el pánico,
cuando el enemigo ya esté dentro,
avanzando por las calles oscuras
mientras al fondo, junto a la muralla,
ya se ven las primeras llamas
del incendio que devorará la ciudad entera,
cuando estemos solos,
solos ante nuestra muerte,
y los gritos horribles de otros hombres y otras mujeres
no sean más que el preludio seco de nuestro silencio,
cuando la muralla caiga,
cuando los campanarios y las cúpulas de las iglesias caigan,
cuando los escudos de piedra y las estatuas caigan,
cuando los cuerpos caigan,
cuando todo esté en tierra
y toda la tierra sea ceniza y huesos,
recordaremos el sabor de nuestros primeros besos,
de los besos antiguos y casi olvidados,
de los besos que abrían montañas y cerraban heridas,
de los besos que ya no recordábamos a qué sabían,
y moriremos con el recobrado sabor de los besos de antes,
y ese sabor será tan fuerte que perdurará en la tierra,
que perdurará en el aire,
y será extrañamente percibido por los arqueólogos futuros,
los que descubrirán nuestra tumba por error
y no sabrán nada de nosotros.