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El verano de Pedro

El bigote no es solo un adorno facial; es una declaración de intenciones. Le da un aire de Burt Reynolds, el dios veterano de los 70, de cowboy melancólico, de padre que sabe demasiado.

El verano de 2025 podría ser recordado como el momento en que Pedro Pascal, el actor chileno de cincuenta años que lleva una década robándose cada escena en Hollywood, alcanzó una suerte de big bang estelar. Dos películas, Fantastic Four: First Steps y Eddington, estrenadas casi simultáneamente, lo colocan en un raro vértice de la cultura pop: el de un hombre que, en lugar de ser devorado por la maquinaria del estrellato, la subvierte con una sonrisa y un bigote impecable. Pascal no es el típico héroe de blockbuster ni el actor de carácter oscuro; es algo más esquivo, más interesante. Su ascenso no sigue el guion previsto, y ahí radica su encanto.

Pascal interpreta a Reed Richards en Fantastic Four, un papel que, en otras manos, podría ser otro hombre blanco solemne en traje azul. Pero él no es solemne; nunca lo ha sido. Su carisma público—esa mezcla de ironía, calidez y ligera autoconciencia—lo convierte en un imán para la audiencia. No es el clásico leading man al estilo Clooney o Pitt, tampoco el outsider torturado al estilo Phoenix, que francamente ya da mucha güeva porque siempre es lo mismo con ese actor.

Fantastic Four (2025, Matt Shakman).

Pedro Pascal es el tipo que publica memes de sí mismo, que se ríe de sus propios tropiezos, que acepta su condición de internet boyfriend con gracia y un dejo de incredulidad. Y, sin embargo, cuando la cámara se enciende, hay una intensidad ahí, una capacidad de transmitir vulnerabilidad y fuerza en igual medida. Esa dualidad es lo que lo hace perfecto para Richards, un genio atormentado pero humano, y para el cine de Ari Aster en Eddington, donde seguramente explorará territorios más sombríos, siendo el cineasta creador de Hereditary y Midsommar dos de las películas mainstream más perturbadoras en memoria reciente.

El bigote, por supuesto, es un personaje en sí mismo. Hay una teoría juguetona—y no del todo infundada—de que Pascal solo funciona cuando lo lleva. En Wonder Woman 1984, sin él, su personaje fue recibido con frialdad; en The Last of Us y The Mandalorian, con bigote (o al menos su sombra bajo el casco), se convirtió en icono. 

The Last of Us (2023).

¿Casualidad? Difícilmente. El bigote no es solo un adorno facial; es una declaración de intenciones. Le da un aire de Burt Reynolds, el dios veterano de los 70, de cowboy melancólico, de padre que sabe demasiado. Sin él, Pascal puede parecer un actor cualquiera; con él, es Pedro Pascal.

Pero más allá del facial hair, hay algo más profundo en su ascenso. Pascal representa una redefinición del estrellato en una era post-tradicional. Ya no hace falta ser el galán inaccesible o el método actor que se desgarra en cada entrevista. Él es ambas cosas y ninguna: es cercano pero [todavía] no sobreexpuesto, talentoso pero no pretencioso, sexy pero no intimidante. Su éxito es, en parte, un rechazo a los cánones rígidos de Hollywood. No es el primer latino en triunfar, pero sí quizás el primero en hacerlo sin ser encasillado como “el latino”. Su identidad es parte de él, pero no lo define; es simplemente Pedro, el tipo que puede ser un narcotraficante en Narcos, un cazarrecompensas en The Mandalorian y un superviviente en The Last of Us sin que nada parezca forzado.

El verano de 2025 lo pondrá a prueba. Dos películas, dos géneros, dos audiencias. Si sale bien, consolidará algo raro: una estrella que no juega por las reglas, que no necesita tomarse en serio para ser tomada en serio. Y, quizás, confirmará la teoría más importante de todas: que el bigote era, siempre, la clave.