La Patagonia argentina es probablemente el lugar más remoto que he visitado, la punta del hemisferio sur, el fin del mundo. Obligada fue la parada en Buenos Aires, la ciudad porteña capital de Argentina, que nos iba a permitir amortiguar el largo viaje que nos esperaba.
Cosmopolita y con aire más europeo que latinoamericano, Buenos Aires no nos decepcionó. El tango, la afición futbolera, los insuperables asados y la pasión de esta ciudad hace la combinación perfecta de placeres en un sólo lugar.
Los porteños fueron buena onda, al contrario de lo que me imaginé. Deambulamos por las icónicas áreas de la ciudad, Palermo, San Telmo, Monserrat, y por supuesto, el pintoresco barrio de la Boca que alberga la Bombonera y es casa del tango. Un deleite. No mentían los que me hablaban con enjundia de Buenos Aires. Cenar con un buen asado y vino se convirtió rápidamente en un ritual del viaje. Cómo no hacerlo.
Seguimos nuestro largo camino al sur después algunos días recorriendo la capital. Cómo era temporada baja, hicimos algunas innecesarias escalas por la baja demanda de vuelos para llegar a Calafate, en la región de Santa Cruz, Patagonia. La naturaleza aquí te envuelve en el minuto que aterrizas. Por la ventana del avión, se asoma una maravillosa sintonía de campos amarillos topando con montañas cubiertas de nieve y en sus faldas yacen miles de lagos con aguas completamente cristalinas. La gente viene a este lugar a empaparse de la Tierra.
En la pequeña ciudad, de escasos veinte mil habitantes, la especialidad gastronómica es el cabrito patagónico que se vende en todos los pocos restaurantes que hay. Con el corazón contento y muy enamorados, recorrimos las vacías y remotas calles a media luz hasta nuestra acogedora cabaña (con chimenea y todo) en medio de la nada. El sonido del viento acompañaba nuestro sueño.
El espectáculo principal de Calafate es el glaciar Perito Moreno, nombrado así en honor a un científico naturista argentino. El glaciar alcanza una altura de sesenta metros y cinco kilómetros de longitud que te dejan sin aliento. Poooo, foooo, se escucha de pronto cuando pedazos gigantes de hielo se rompen y se integran a las aguas del lago argentino. La piel no puede evitar erizarse. Trescientos metros te separan de la imponente masa de hielo. Esto debe ser lo más maravilloso que he visto, pensé. Parecía que cada día del viaje, superaba al anterior.
Nuestra travesía, siguió hasta el punto más austral. La última e inmejorable parada fue en Ushuaia, en la región de Tierra del Fuego. Aquí es el fin del mundo, pero el principio de todo.
Nos subimos al célebre tren que nos trasladó a la antigua prisión de Ushuaia, que, por sus condiciones climáticas y aislamiento geográfico, la convertían en la más segura del país hasta por ahí de los años 50. Poemas y escritos desgarradores adornaban las paredes en las celdas de los invictos que probablemente no volvieron a ver otro paisaje a aquel de la Patagonia Sur pues debían cumplir largas y penosas condenas. En este sitio, tan remoto, se vivía en un aire desolador, de lejanía y olvido.
Uno de los tesoros ocultos entre montañas de la región, es la laguna esmeralda, la cual se nutre del glaciar Ojo de Albino. La caminata para encontrarla es de aproximadamente 3 horas, y fue extraordinaria en todo el sentido de la palabra. Los paisajes y tipos de bosque, pradera, plantas y flores, así como la misma fauna era hasta ese momento, desconocida para mí. Me sentí como niña descubriendo un nuevo mundo. En el camino encontramos incluso un par de castores, engañosos predadores que ponen en peligro la existencia de la Patagonia a mediano plazo. Después de escuchar esta historia, ya no me parecieron tan lindos.
Habíamos llegado tan lejos, éramos parte de ese mismo lugar que Julio Verné inmortalizó con el famoso faro del fin del mundo en el canal de Beagle. Saludamos a los pingüinos y lobos marinos, quienes parecían muy cómodos con nuestra presencia. Estar ahí, era algo muy parecido a un sueño.
De vuelta al planeta tierra, en Buenos Aires, paseamos por Puerto Madero y para despedirnos, un último glorioso bife de chorizo con una buena botella de vino de Mendoza. De fondo, un niño cantaba con una voz muy bella para ganarse unas monedas. Qué gran viaje, el mejor. Recuerdo sonriente.