La llegada inexorable de su muerte se anunciaba en la puerta, Juan podía reconocerla, el tiempo no le había borrado de su memoria olfativa el olor putrefacto de su presencia, la tristeza se derramaba hasta el suelo y unas pocas lágrimas se arropaban en su almohada.
Si hubiera podido mirarse en el espejo, sólo habría encontrado un rostro esquelético, unas ojeras implacables, ojos hundidos y pómulos prominentes, un cuerpo tambaleando desgastado y hambriento, hilvanando recuerdos con olor a sangre, dolor y muerte.
Habría encontrado su reflejo en la oscuridad de una habitación destinada a no ser más que una celda fría, encerrada entre el miedo la soledad y la miseria, pero aún así no se habría sorprendido pues no sería la primera vez que viera un cuerpo moribundo desvanecerse y cientos de cadáveres descomponerse en medio de la más cruenta realidad, porque las pesadillas no eran más que un privilegio para aquellos que al menos podían conciliar el sueño, hasta que el sonido de un silbato los despertaba para recordarles que la vida ya se había extinguido y que el único hilo que los ataba al mundo no era más que un cuerpo desposeído; tampoco sería la primera vez que viera la muerte de cerca y la acariciara intentado hacerla suya, suplicándole que le arrancara el alma para liberarse de tanto sufrimiento.
Si tan sólo hubiera podido mirarse al espejo, quizás habría hallado el reflejo del alma en sus ojos, pero en su lugar sólo podía encontrar un cielo cubierto de telarañas, una luz tenue y rojiza, como aquellos recuerdos que siempre intentó suprimir de su mente y que ahora, en su lecho de su muerte, revoloteaban como cuervos, intentando saciarse hasta del último pedazo de su piel.
Pero Juan no podía mirarse al espejo, sólo estaba allí, postrado en la cama, hurgando el pasado y con la respiración agitada, con un dolor incalculable que nacía en su espalda y le penetraba el pecho, tenía la garganta reseca y los labios deshidratados; unas cuantas gotas de agua lo habrían aliviado, pero no había nadie que se las propiciara, todos se habían ido, habían perdido la vida incluso mucho antes de que un horno los convirtiera en cenizas.
A Juan se le hacía un nudo en el alma cuando palpaba sus dedos y sentía las cicatrices de aquellas llagas que siempre estuvieron abiertas, porque la guerra se lleva por dentro y el tiempo no es más que un enemigo que oculta las heridas como una daga en su espalda, mientras prepara su ataque sigiloso, sin prisa, sin miedo, sin piedad; pero qué más daba el tiempo y su crueldad si Juan nunca comprendería que había sido víctima de las mentes más retorcidas y depravadas de la humanidad, si se iría sin entender por qué su vida se había reducido a nada más que su propia existencia y ya no le quedaba más que un cuerpo exiguo, esperando dar un último suspiro, porque los suspiros no se los queda la vida; se los lleva el alma.