“Que me roben las maletas y yo pueda viajar con las manos libres”.
Carta a León Ostrov; Alejandra Pizarnik
Me senté sobre ella, pero no hubo forma de cerrarla. Pensé en recostarla sobre el suelo, pero tampoco funcionó. Abrirla, vaciarla y reacomodar… la cabeza no estaba para fiestas. Quedaban exactamente diez minutos más. El mundo se acababa.
Enseguida me arrodillé, tomé con el pulgar y el índice el deslizador y abrí la maleta que yacía sobre el suelo de mi habitación. Me llevé las manos a la cara, tapándome la boca –en señal de incredulidad–, respiré profundo y me puse de pie.
De pronto, tuve la sensación de estar rebasado por todo lo que me rodeaba, por la incertidumbre de una verdad absoluta y sus consecuencias. Fijé la mirada en lo que había guardado en esa maleta y en el significado que creía que tenía para mi vida, esa vida a la cual le restaban nueve minutos y algunos segundos para terminar.
En ese pequeño espacio había agrupado todos y cada uno de los recuerdos significativos de mi andar por la faz de esta Tierra, el lugar que sería ¿destruido, reconquistado, regenerado? en menos tiempo del que duran los anuncios y cortos de una película.
Probablemente, si en algún momento hubiera imaginado verme envuelto en una situación como esta, estaría haciendo otra cosa, actuando de forma distinta o simplemente me habría sentado a llorar. Pero no lo hice. No lo hice. Y ahora tengo menos de nueve minutos –y contando– para concentrar todos los recuerdos que entren en esta maleta.
Esto resolví, esto elegí: llevarme –o dejar– lo que, creo, es lo único que podría disfrutar en otra vida o lo que, si alguien sobrevive a este cataclismo, pudiera revisar como documento para la posteridad: todo aquello que viví y sentí en mi paso por este lugar.
Y no lo haría por soberbia. Mis recuerdos son tan solo eso: pedazos que pueden verse solos o como un todo. No quería demostrar nada. Ni dictar una clase de moralidad –que no tengo– a nadie. Solo deseaba perpetuar a todas y todos aquellos momentos y personas que desearía que vivieran por siempre.
Miraba de reojo el móvil para ver si ya había llegado el siguiente minuto, mientras apilaba frente a mí las cosas que recordaba y me arrancaban una sonrisa: las letras que había leído y releído, las canciones que repetía una y otra, y otra vez.
Las cartas que envié, las conversaciones que no eliminé en mi teléfono. También decidí guardar esas noches de insomnio, los días donde la ansiedad me tomaba como reo, y aquellos momentos donde el corazón se hacía pedacitos.
Eran tantos momentos y tan diversos que no sabía cómo distribuirlos de forma correcta. Deseaba que ninguno quedara fuera. Nunca creí que me arrepentiría de no haber visto jamás a Marie Kondo. Eso me sacó una sonrisa momentánea.
Mis recuerdos apilados, la maleta abierta, yo sentado frente a ella. Silencio afuera, silencio adentro. El tiempo a punto de expirar. Pensé –decidí– que lo único que podría contenerlo todo al mismo tiempo, en un solo sitio, era yo mismo.
Me recosté dentro de la maleta, tiré del deslizador y cerré los ojos.