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Erosión

Colgaba del perchero la mochila donde guardaba las cartas que debía entregar, miraba la televisión con desidia y abría un libro en la misma página, para leer el mismo párrafo.


Eran para un amor que se lo llevó el carajo.


Gabriel García Márquez; El amor en los tiempos del cólera.

Lanzó una piedra de feldespato al mar, con la esperanza de que rebotara sobre la superficie al menos un par de ocasiones. Lo hizo para sacarse la bronca —otra vez— que le provocaba encontrarse ahí, sin motivo, como ayer, como siempre.

«El mar no tiene memoria», o eso había escuchado —¿o visto?— en algún lugar unos treinta años atrás, y él buscaba —intentaba— demostrar justamente lo contrario. Porque no le parecía normal que una estructura compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno viniera a morir —¿morir?— en la orilla. O es que simplemente no daba para más y hasta ahí llegaba. Era como si un corredor de maratón se lanzara al suelo después de recorrer cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa metros, y no buscara cruzar la meta.

Cada mañana que se levantaba, antes de que Dios colgara el sol en el horizonte, sentía cómo el corazón se le botaba del cuerpo. No distinguía los sentimientos que lo atravesaban, por lo que apuraba algo para romper el ayuno y salía rumbo a los encargos del día. Su oficio, cartero, lo obligaba a presentarse a primera hora en la oficina del servicio postal, pero por las dimensiones del puerto y el escaso volumen de cartas, podía realizarlo en poco tiempo. Era entonces que caminaba las seis cuadras sin pavimentar rumbo a la playa, para sentarse por horas y tratar de buscar en la memoria lo que su corazón reclamaba.

El océano le resultaba un misterio. Quería entender a agua reunida, buscaba preguntarle sobre su origen, de dónde venía, qué lugares del mundo había visto antes de morir en la playa —su playa—, porque quizá él, y su eternidad, conocerían el origen de enamorarse cada mañana sin recordar por quién sufrían. El sol, el viento, las mareas, las lluvias y las tormentas lo acompañaban en este paréntesis de historia, en búsqueda de un pedazo de memoria que se encontraba en algún punto de su ser. Todos los días —sin falta— comparecía, hasta que Dios enviaba a la luna para vigilar al mundo. Era entonces que regresaba a casa, desolado y sin sentimiento alguno en el cuerpo. Al llegar, comenzaba su rutina del día siguiente. Colgaba del perchero la mochila donde guardaba las cartas que debía entregar, miraba la televisión con desidia y abría un libro en la misma página, para leer el mismo párrafo.

Cada noche, al recostarse, toda la arena acumulada comenzaba a desplazarse dentro del cuerpo. Lo hacía con delicadeza, con un crujido apenas perceptible en su interior. Era la arena de su espera, la que había respirado junto al mar, la que se le incrustaba en los poros, la que —por ósmosis— absorbía. Toda ella, al dormirse, le subía a la cabeza y le nublaba la memoria. Y cada despertar, al incorporarse, esa arena descendía lentamente —como en un reloj— rumbo al corazón, en un ciclo infinito que le impedía recordarla. Y al momento de hacerlo, tenía ya los sentimientos copados de arena, lo que le impedía poder querer a ese recuerdo.

Otra vez. 

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.