El siguiente texto es un extracto del capítulo «El color de Miami», que forma parte de Cuarteles de invierno, el cuaderno de viajes del narrador Rubén Cortés y nuestra ópera prima como casa editorial.
Nacido en una familia negra clasemediera de Louisville como Cassius Clay, el 17 de enero de 1942, hijo de un rotulista profesional y una afanadora, Mohamed Alí murió sin demasiado dinero pese a haber sido millonario y vivió sus últimos años con el peor infortunio que podía sufrir la leyenda más rebelde: la enfermedad lo obligó a dejar de hacer las cosas que más le complacieron en sus tiempos de gloria, cuando el mundo le cabía en un pliegue de su célebre calzón blanco de combate marca Everlast: parlotear, alardear en público, porque ya casi no se le entendía lo que decía, ni mostrar su antes hermoso cuerpo de Adonis en sepia ya agarrotado a causa de las extremidades entumecidas.
En sus tiempos de grandeza, Norman Mailer lo había descrito: «El Más Grande Atleta del Mundo corre el peligro de ser nuestro hombre más guapo. Los suspiros de las mujeres son perceptibles. Los hombres bajan la mirada, porque recuerdan de nuevo su poco valor». Sin embargo, Alí soportó la desventura con una aceptación fanática, rezando cinco veces al día, pensando todo el tiempo en el Juicio Final, visitando hospitales y haciendo buenas obras; dueño de algo con lo que todos soñamos: serenidad espiritual para asumir que su vida se convirtiese en un martirio. Su final recordaba al personaje fatídico de la leyenda árabe La muerte en Samarra, en la que un criado llega aterrorizado a casa de su amo y le dice: «Señor, he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza». El amo le da un caballo y dinero, y le aconseja: «Huye a Samarra». El criado huye y el señor va a buscar a la Muerte al mercado. «Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza», le dice. «No era de amenaza», responde la Muerte, «sino de sorpresa, porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y resulta que esta misma tarde tengo una cita con tu criado allá». Pero Alí era un mito surgido en Miami, donde salen adelante los que más le pegan al contrario y los que se mantienen en pie. Así que el símbolo americano del Eternal Comeback todavía pudo convertirse, en 1996, en la imagen más famosa de todas las ceremonias de apertura de los Juegos Olímpicos: vestido de blanco, con todo el cuerpo temblando, tan frágil que con esfuerzo podía sostener un lápiz, fue capaz, sin embargo, de aguantar en vilo el kilo y medio de peso y 71 centímetros de alto de la antorcha, y llegar corriendo al pebetero para encender la llama en la cita de Atlanta. «Alí estaba allí arriba. Encendiendo la llama. Todos nosotros flotamos como una mariposa y picamos como una abeja», escribió George Vecsey en The New York Times.
Otro campeón de los pesados que estaba ligado al influjo del eterno retorno de Miami, de la pujanza que insuflaba la ciudad para salir adelante, era Floyd Patterson. Para recuperar el título frente al sueco Ingemar Johansson en 1961, se había entrenado en el hotel Deauville, que estaba frente al supermercado Publix, donde ahora yo compraba frutas, en la esquina de la avenida Collins y la calle 67, en la playa. Tanto cariño le tomó Patterson al lugar que durante el resto de su vida durmió con camisetas del hotel. El propio Deauville también se negaba a morir, aunque un incendio en 2017 y el huracán Irma, en 2019, lo habían arrojado a la lona. Allí se alojaron Los Beatles en 1964, cuando visitaron Miami para participar en el famoso show de Ed Sullivan, que se hacía en el Napoleon Ballroom del hotel. Aprovechando el viaje, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr se fueron por toda la Collins hasta el gimnasio de la calle cinco, donde se entrenaba el todavía Cassius Clay para la pelea con Liston, y se tomaron la famosa fotografía en la que Clay les hacía la finta de un derechazo.
Me acordé del paso de Alí por Miami una noche en la que fui a un concierto de Pablo Milanés en Pembroke Pine, a 45 minutos de la playa. Pablo ya tenía 78 años, no podía caminar sin ayuda de otros, sufría de varias dolencias físicas y debía sostener su vida con base en tratamientos de sueros. Yo había asistido a otros conciertos de Pablo en los últimos cinco años en la Ciudad de México, y en todos el agravamiento de alguna enfermedad impidió que estuviera a gran altura. Sin embargo, aquella noche en Pembroke Pine, la quintaesencia de Miami se apoderó del autor de «Yolanda». Al día siguiente tenía que someterse a durísimas sesiones médicas. Sin embargo, cantó con una voz limpia y clara a lo largo de dos horas. Fue un espectáculo mágico en el que Pablo Milanés sacó su estuche de duendes, los echó en el escenario y la noche se llenó de maravillas, cuando cantó «Nostalgias»:
Todo se va
todo tiende a pasar
por el tiempo que nos señalan
para ver que al final del viaje
todo vuelve para comenzar.
Años de luz
inocencia y dolor
como estrellas que se cayeron
como un ciclo que nos hicieron
para el odio, para el amor.
Muero al vivir
resucito al pensar
desde aquello que un día soñé
los espejos que se me rompieron
los juguetes de mi amanecer.
Parecía un himno al Eternal Comeback, que era la sustancia del Miami que acogió a los exiliados cubanos y propició el surgimiento de Mohamed Alí. Un episodio clásico de Miami, la ciudad que endurecía a quienes pasaban por ella. Porque la energía de Miami iba siempre contigo, así como contaba Hemingway que, si tenías la suerte de haber vivido en París, luego París te acompañaba, fueras adonde fueras, el resto de tu vida. Por eso a Miami le perdonábamos sus excesos. Aquel sitio era lo que escribió Dave Kindred sobre Alí: «No podemos condenarlo, como no condenamos al arcoíris a que se disuelva en la oscuridad. Los arcoíris nacen de las tormentas eléctricas».
De mí también se había apropiado aquel ánimo, tanto como para provocarme violar una máxima de Hemingway: «Nunca escribas sobre un lugar hasta que estés lejos de él». Sin embargo, escribí sobre Miami en Miami, frente a una ventana, desde la que miraba a las iguanas dormitar bajo el sol en las riberas del canal de Normandy isles. A través del vano, escuchaba el graznido lastimero de las gaviotas en otoño, y aguardaba la llegada de las lluvias para ver nacer los mangos en el árbol que estaba junto a la claraboya del baño. En aquella ventana, esperaba mi Eternal Comeback.