Con tu sonrisa pintada, pendiente de escarlata, miras mis ojos y yo los esquivo apenado, cuidando que no se me escape un suspiro.
Hay algo más en tu rostro.
Son tus ojos, café de vida, profundos pozos erébicos, los que me arrastran con ellos a tu sublime sabiduría.
Cuéntame tus historias – te pido.
Tú me respondes con mitos.
Solías ser una diosa en la tierra, diosa de los tiempos preadánicos. Sacerdotisa y chamana, portadora de las hierbas místicas. Sabia entre la gente, curandera y consejera.
Los hombres y mujeres te escuchaban cuando partían a la guerra; ponían su té en tus manos y tú cuidabas del bien de la comunidad, día tras día.
Al anochecer te elevabas, te elevas y te fundes con las estrellas; eres luna de los dioses y sangre de la tierra.
Al amanecer renaces,
siempre silenciosa,
eres bella,
hermosa.
Solías beber y combatir.
Solías sufrir y sonreír.
Tus cabellos, negros como la noche, llenan de oscuridad el día más iluminado y calman los miedos de un hombre asustado.
Te observo al amanecer y entre suspiros me cuentas tus sueños:
son serenos, ambiciosos y eternos.
Anhelas conocer el mundo y vuelas lejos, en alma, hasta los cielos ajenos.
Hablas con los demás dioses, ellos te cuentan sus planes y tú los aconsejas.
Y yo… Yo te escucho en el viento.
Y te amo cada tarde, cada amanecer, noche tras noche, cada que me besas y congelas mi tiempo.
Te amo en silencio y en carne viva, mientras sangro por cada una de mis heridas.
Te amo mientras canto y escucho tu melodía.
Eres la voz de la música.
El silencio entre sus frases.
La historia que me fue contada.
La leyenda que encontré sin saber con cuanto deseo la buscaba.