“Sí, intento (correr) todos los días. Nunca más de media hora,
pero me sirve mucho, escribo también mientras corro.
Es uno de los momentos en los que más escribo: vienen ideas,
soluciones a situaciones que no puedo resolver en una crónica.
Y tengo que correr sola, igual que cuando escribo.”;
Leila Guerriero (Continuidad de los Libros; Entrevista (fragmento)
Volví a correr.
Lo decidí en la cama y sin pensarlo, como suelen decidirse algunas de las cosas más trascendentales de la vida.
Fue un flashazo que, como lo he confesado anteriormente, me sucede cada cierto tiempo. Aunque hoy tengo un pretexto, un justificante perfecto: la vida de profesor de fútbol; una vida que no me permite darme ese espacio en el día —o eso es lo que me hago creer—, por diversas razones: tener que abrir los ojos de madrugada; apagar las seis o siete alarmas; la hora de entrada a la escuela; el jugar cinco o seis partidos diariamente con mis alumnos (sobre todo con los de primaria); la hora de la salida, con el sol a punto de ocultarse; arrastrar los pies al entrar a casa; dudar entre qué hacer primero al entrar a casa mientras arrastro los pies (bañarme, comer, o comer mientras me baño, o dormir, o dormir mientras me baño y alguien me alimenta por medio de una sonda); editar algunos textos; programar en redes algunos textos; desvelarme. Pero las vacaciones de Semana Santa, estas dos benditas semanas me han permitido darme ese regalo.
Volver a correr.
Es cierto, estoy inscrito en dos equipos de fútbol con los que juego un partido entre semana y uno los sábados, respectivamente. Pero no, no es lo mismo.
Me ato los zapatos, me pongo el primer short que tengo a la mano, una playera a medias que ha sobrevivido los últimos dos días en el respaldo de la silla y una de mis sudaderas color azul marino que adoro con el alma. Lleno una botella de agua. La olvido en la mesa de la sala. Me doy cuenta de ello hasta que llevo dos calles lejos de casa y no tengo la mínima intención de regresar. No importa, lo importante aquí es que cargo con mi reloj y con mi celular viejito donde alcancé a guardar antes de salir una playlist de Spotify que no luce nada mal (Psychedelic Rock).
Llego al parque. Recuerdo el consejo que le doy a mis niños futbolistas desde el primer día: «antes de cualquier actividad, lo primero es el calentamiento. Aprendan a cuidar y respetar su cuerpo». Me obedezco. Sí, profe. Algo truena dentro de mí. Es como si alguien hubiera separado los hilos que conforman cada uno de los músculos de las piernas: los muslos, las pantorrillas. Me gusta. O eso creo. Hay dolores así.
Los primeros pasos son lentos, casi cómicos (almost comic, diría Salieri en Amadeus cuando se refiere a las partituras del joven y malcriado Mozart, a quien acaba de conocer, no sin un poco de enfado). No importa. Comienzan a rebasarme por derecha y por izquierda. Por un momento, uno no muy breve, envidio el ritmo de aquéllos a quienes ahora sólo alcanzo a distinguirles la figura, ahora ya un poco borrosa; las playeras pegadas al cuerpo; las piernas empapadas en sudor; las gorras y viseras de todos los colores que pasan a mi lado sin piedad alguna.
No importa. He vuelto a correr.
Subo un poco el paso, a medida que pienso en los ritmos que alguna vez logré. Yo también fui uno de esos, en cierto momento. Hace muchos años. ¿Hubo alguien que me vio pasar a su lado y también envidió mi ritmo, mis piernas y mi playera empapadas en sudor? Supongo que sí. Siempre queremos ser alguien más. Pienso en ese mismo instante que debo escribir todo esto. Pienso en que hace mucho no escribo de correr. Pienso que hace mucho tiempo que abandoné este serial de textos sobre correr y escribir. Pienso frases que me parecen atinadas y coherentes. Afortunadamente, ya no las recuerdo.
No importa. He vuelto a correr.
Subo un poco más el ritmo. El primer kilómetro apenas ha rebasado los seis minutos. Nada mal, me digo, a manera de consuelo y reconocimiento. A pesar de todo, no estás tan mal. Hay que recordarse eso todos los días, pienso. El resto de la carrera se divide en caminatas y carreras a distintas velocidades, de 30 segundos cada una de ellas. Me gusta. Incluso hay un momento, el de la carrera final, donde nace un sprint más que digno. Pero al instante comienza un dolor soportable pero continuo, como si dos agujas picaran una y otra vez el talón. Eres un pendejo, Miguel Ángel. ¿Y la tobillera?, me pregunto.
No importa. He vuelto a correr. He vuelto a escribir. Llego a casa muerto de sed y arrastrando los pies, obsesionado con una sola idea: volver a correr es volver a escribir. O algo así.