Luca Guadagnino, un cineasta que con cada obra parece querer certificar su membresía en un Olimpo donde lo estético reina sobre lo narrativo, vuelve a la carga con Queer, una adaptación de la novela homónima de William S. Burroughs. Y, como suele suceder con los trabajos de Guadagnino, uno se encuentra dividido entre admirar la destreza con la que construye sus cuadros vivientes y querer lanzarle un diccionario de dramaturgia para que recuerde que una película necesita algo más que hermosos encuadres y rostros perfectos. Sin embargo, en este caso, el saldo es más negativo que positivo.
Adaptar a Burroughs es un deporte de alto riesgo. David Cronenberg lo intentó en 1991 con Naked Lunch, y aunque el resultado fue tan visceral como cabría esperar del sumo sacerdote del Body Horror, también fue una experiencia frustrante: una película que existía más en su textura que en su narrativa.
Guadagnino, por su parte, se toma una licencia creativa considerable al enfocarse en los conflictos internos de Lee, interpretado por un Daniel Craig que sorprende con una fragilidad y una desesperación que le son poco comunes. Este Lee es un autorretrato despiadado del propio Burroughs, un hombre atrapado entre el horror de la adicción, el deseo inalcanzable, la renuencia a ser completamente homosexual y el abismo de su propia autodestrucción.
Craig, quien parece haber colgado definitivamente el esmoquin de James Bond, se lanza de lleno en un papel que exige más exposición emocional que cualquier otra cosa. Su Lee es patético, manipulador y, a ratos, trágicamente humano. Pero quien realmente se roba la función es la gloriosa Lesley Manville como la enigmática botánica Doctora Cotter, una figura fascinante que los protagonistas encuentran en su viaje a Sudamérica en busca de Ayahuasca. Manville, con su aplomo y una presencia magnética, logra insuflar vida a una película que a menudo se siente muerta en su corazón. Su interpretación, aunque breve, deja una impresión imborrable, equilibrando misterio y humanidad con una maestría que pocos podrían igualar.
En cuanto a Drew Starkey, quien interpreta a Eugene Allerton, el objeto de deseo de Lee; él es el hallazgo en las dos horas y cuarto que hace pasable la faen: su actuación ofrece un equilibrio perfecto entre la apatía juvenil y una vulnerabilidad latente. Eugene es un joven apático que, sin proponérselo, se convierte en el centro de la obsesiva atención de Lee. Starkey entiende que el personaje no necesita ser encantador ni especialmente profundo; su magia radica en su condición de pantalla en blanco sobre la que Lee proyecta sus fantasías y su desesperación.
La dinámica entre Craig y Starkey es, en el mejor de los casos, electrizante y, en el peor, inquietante. Hay algo fascinante y profundamente incómodo en ver a un hombre mayor tratando de aferrarse a un joven que claramente no quiere ni necesita ser rescatado. Starkey, con su interpretación matizada, se convierte en una de las pocas razones para seguir mirando algo que fastidia pese a lo bonito que es.
Guadagnino, como siempre, demuestra su dominio de lo estético. Cada cuadro de Queer podría enmarcarse y colgarse en una galería. Pero este preciosismo, que fue tan efectivo en Io sono l’Amore (2009), donde una sublime Tilda Swinton navegaba, en su papel de señora elegante, un mundo chic-pero-deprimente de pasiones reprimidas, adulterio, gastronomía y subtextos homosexuales (se hace amante del hombre que su primogénito enclosetado desea cin fruición) con una gracia casi operática, aquí se siente como un obstáculo.
En aquella cinta, que lo puso en el mapa, la belleza visual era un espejo del drama interno de sus personajes; aquí, es un velo que oculta la vacuidad de una narrativa que nunca logra despegar, porque Burroughs no es adaptable. Y esto, viniendo de un director que logró capturar con tanta eficacia la intensidad del deseo y la pérdida en Call Me By Your Name, es una de las mayores decepciones.
A esto se suma la representación de la Ciudad de México en 1951, que aparece en la película como una maqueta hermosa pero irremediablemente irritante y pretenciosa. Guadagnino parece más interesado en crear una postal idílica que en transmitir la vitalidad y el caos de una ciudad que, en aquel entonces, bullía de vida y contradicciones. El resultado es una Ciudad de México que se siente artificial, un decorado pintoresco que no logra integrarse de manera orgánica a la historia.
El problema fundamental de Queer es que parece estar dirigida a un público que no existe. Guadagnino parece estar alienando deliberadamente al segmento de homosexuales jóvenes y hipsters que se enamoró de su visión en Call Me By Your Name, de paso convirtiendo en ídolo a Timothée Chamacalet, er, Chalamet y al tipo guapo y varonil-para-varonil ese cuyo nombre ya no decimos porque caníbal y pervert.
Aquí no hay rastros de la nostalgia cálida ni de la autenticidad emocional que hicieron de aquella película un fenómeno cultural, especialmente en México. En cambio, tenemos una exploración cerebral y distante de la obsesión, que nunca logra conectarse realmente con el espectador. Es casi como si Guadagnino estuviera desafiando a su audiencia a que lo abandone, confiando en que su estatus de autor le garantizará que le pasen todo. Y pues, no.
Es imposible hablar de Queer sin mencionar las obsesiones temáticas de Guadagnino: el deseo, la pérdida, el paso del tiempo, la belleza como salvación y condena. Estos temas han sido el corazón de su obra, desde Io sono l’Amore hasta la controvertida pero muy satisfactoria Bones and All. Pero aquí, esas obsesiones se sienten recicladas, casi automáticas, y si bien es cierto que pocos directores tienen su ojo para la composición y el color, también es cierto que el arte por el arte no basta para sostener una película de dos horas quince que se siente larga como la cuaresma.
Lo más odioso, es que tiene todos los ingredientes para ser algo extraordinario: un material de origen provocador, un elenco de primera línea y un director que, cuando está inspirado, puede ser brillante. Pero en lugar de una obra maestra, tenemos una película que se tambalea bajo el peso de sus propias ambiciones. Es como un chef que se enamora tanto de su habilidad para decorar platos que olvida que lo importante es el sabor.
En resumen, Queer es una película que parece hecha para ser admirada más que disfrutada. Es un ejercicio de estilo que, aunque visualmente deslumbrante, carece de la chispa emocional necesaria para conectar con su audiencia. Guadagnino ha demostrado en el pasado que es capaz de mucho más. Al final del día, una película puede ser pretenciosa o aburrida, pero nunca ambas.
Y ese, caro Luca, es un lujo que ni siquiera tú puedes darte.